-Por supuesto que la veremos –dijo Iñaki. No me la perdería por nada del mundo. Debe ser una espectacular y gran biblioteca.
-En cuanto lo recojamos todo y desayunemos lo que nos ha traído, le acompañaremos al Monasterio –dijo Pepe.
-Espero que lo que les traigo sea de su agrado –dijo el monje destapando aquella ruda manta de lana que cubría la carretilla y dejando al descubierto unos alimentos. Les traigo leche, pan recién horneado, huevos duros, miel de abeja, vino, y estas flores que he cogido a lo largo del sendero.
– ¡Caray hermano, menudo desayuno nos han preparado! –exclamó Pablo.
-No es nada del otro mundo, es lo que solemos comer al levantarnos por la mañana todos en el monasterio –dijo el monje. La primera comida es la más importante y hemos de estar bien preparados para sobrellevar los trabajos que tenemos asignados todos los días.
-Pues… que no se diga… –dijo Pepe.
-Manos a la obra y no dejemos que se enfríe todo esto que tiene muy buena pinta. –dijo Paco.
Terminaron casi todo lo que el monje había traído en su carretilla. Recogieron el campamento, taparon el vivac con arena y agua, y puestos en marcha, acompañaron al monje dirigiéndose al Monasterio.
El camino a recorrer era corto, y más corto se hizo escuchando lo que el monje nos iba contando de su vida, de su país, de sus gentes y de la vida en el Monasterio. Respondía a nuestras muchas preguntas que le íbamos haciendo… No dejó ninguna sin responder y siempre con algún que otro consejillo que nos daba con todo el cariño que mostraba para con todos.
Entre las dos montañas gemelas estaba el reducido paso para entrar al Monasterio. Era tal su estrechez que casi no pasaba nuestro carro. Ya en el interior del Monasterio, en la explanada del patio central nos esperaban Monseñor Eleazar, -el Padre Prior-, y Monseñor Damián, -el Capellán-.
– ¿Qué tal el camino? –preguntó Monseñor Eleazar.
-Estupendo –respondimos todos al mismo tiempo.
-Ha sido muy agradable el recorrido escuchando al hermano Hugo –dijo Anselmo.
-Sus palabras llenas de sabiduría y sus anécdotas han hecho del sendero un paseo liviano, corto y placentero –comentó Paco.
-El hermano Antonio, el encargado de la portería y de los pocos huéspedes que nos visitan los acompañará a sus aposentos –dijo Monseñor Eleazar. Se alojarán en la última de todas las celdas que hay en aquel pasillo de la derecha, es la más grande que tenemos.
-La utilizábamos como comedor cuando sólo éramos, entre monjes y hermanos, veinte miembros en la comunidad –dijo Monseñor Damián, -el Capellán-.
-Hemos dispuesto en la planta superior de la celda siete camastros que esperamos sean confortables dentro de la austera hospitalidad, como manda la Santa Regla de nuestra Orden –dijo Monseñor Eleazar. En la planta baja hay una gran mesa y bancos suficientes para poder comer, estudiar, leer… lo que gusten hacer.
-Tras la puerta de la celda, en la planta baja, tienen nuestro horario: es el que hacemos a diario, por si alguno de ustedes quiere unirse y participar con nosotros –dijo Monseñor Felipe.
-Como son hombres de mundo, les pedimos encarecidamente que respeten las horas de oración y la Santa Misa –dijo el Prior.
– Así lo haremos –dijo Anselmo en nombre de todos. No notarán nuestra presencia.
Acompañados por el hermano Antonio, recorrimos varios claustros y pasillos hasta llegar a uno de los claustros que nos llamó poderosamente la atención: era cuadrado con columnas separadas por muros de piedra de escasa altura y en el centro, entre cuatro majestuosos y erguidos cipreses, había una cruz de piedra de unos de cuatro metros. Alrededor de los cipreses, en perfecta alineación, varias cruces sin nombre nos indicaban que aquel claustro era el cementerio.
Pasado ese claustro y tras recorrer escasos cincuenta metros por un camino empedrado que cruzaba la huerta, llegamos a la que sería nuestra celda el tiempo que estuviéramos en el monasterio.
Era tal y como nos la habían descrito, pero con un único inconveniente que, bien visto, no lo era tanto: Nuestra celda distaba de la última habitada por los monjes, que era la del Prior, más de cien metros, dejando entre nosotros y los monjes una hermosa huerta de árboles frutales, hortalizas y otros cultivos. Estábamos dentro del recinto amurallado del monasterio, pero al final de todo y de todos.
– ¡Anda que… dónde nos han mandado! –dijo Pepe. Un poco más y nos mandan a…
-No te quejes, -dijo Juan cortándole. Por lo menos aquí estamos protegidos y no tenemos que montar guardias para vigilar nuestro descanso nocturno.
-Eso es cierto –dijo Pepe. En este santo lugar donde se respira tranquilidad y paz, difícilmente tengamos que montar guardia alguna, no como antes en la casona: aquello era otro cantar.
-Si lo miráis bien –dijo Pablo, nos han dejado el mejor lugar posible, pues estando alejados de ellos, no les molestaremos… ni ellos a nosotros.
– ¿Por qué dices eso? –preguntó Juan.
-Al venir a nuestra celda me he fijado en el campanario que hay en el torreón y sólo tiene tres ventanas por donde se escucha su replique –dijo Pablo. Los tres dan al noviciado, a la Iglesia y a las celdas de los monjes. Si os fijáis bien, no hay ventana que dé a los corrales del ganado, ni a los gallineros, al cementerio y menos aún a la huerta.
– ¿Y qué tiene eso que ver, se escuchará igualmente la campana, no? –preguntó Paco.
-La campana, aunque también suene por las noches, no será tanto el ruido y no molestará al ganado, a los rebaños de cabras y ovejas y a las caballerizas. Eso favorece el descanso de los animales –dijo Pablo. Es muy importante que tengan un descanso sin sobresaltos.
-Y para los muertos del cementerio –exclamó Paco, señalando el lugar exacto donde estaba aquel claustro que imponía respeto nada más verlo.
-Esto sí que tiene guasa –dijo Pepe. Nos han puesto cerca de sus muertos…
-Tranquilo Pepe, que sus muertos no nos harán nada… No esperes que vengan a verte en la noche –dijo Pablo riéndose.
– ¿Sabéis la historia de sus muertos?… ¿Cómo los entierran? –dijo Yerai.
-No, no lo sabemos… ¿tú sí? –preguntó Paco un poco sobresaltado.
-Veréis, es una extraña y peculiar manera que tienen de enterrarlos –comentó Yerai. Son enterrados a más de cuatro metros bajo tierra. No usan féretros como nosotros. Los colocan con sus hábitos y tapan su rosto con su propia capucha. Sobre una tabla de madera los entierran y tapan con la tierra. Les ponen una cruz sin inscripción y…
– ¿Y qué?… Prosigue… –dijo Paco muy interesado en el tema.
-Pues que ese día comen todos juntos y celebran que el monje ha dejado este mundo para marchar a otro: vivir en el cielo –dijo Yerai.
-O sea, que los cubren con tierra sin más… –dijo Pepe que no salía de su asombro.
-Así es –dijo Yerai. Con el peso de la tierra y las lluvias caídas es muy difícil que salgan a darle las buenas nuevas a ninguno de los monjes… y menos a nosotros… cuando pasemos por ese claustro que impone nada más verlo.
-Sí sí… Tú tómatelo a guasa –dijo Pepe. A mí no me hace ni pizca de gracia tener que pasar por allí… y de noche… y más después de lo que vivimos en el pueblo de Verónica.
-Tranquilo, verás cómo aquí es diferente –comentó Yerai. Tengo buenas vibraciones y sé que nada malo nos pasará.
-Muy confiado estás tú –dijo Paco. Yo no las tengo todas conmigo.
– ¡Hombre de poca fe!… –exclamó Pablo riendo.
Dejamos todo nuestro equipo en la planta baja: el carro y las mochilas, y sólo subimos los sacos de dormir, las mantas, las bolsas de aseo personal… y los quesos que “La Trini” nos había regalado…
En la planta alta estaban los camastros conforme nos dijeron. Estaban uno al lado del otro separado por unos taburetes de madera… Nos habían puesto los camastros en la pared que no tenía ventana y que daban a la muralla del recinto.
Frente a los camastros estaban las cuatro ventanas que daban a la huerta desde donde se podía escuchar a los animales en sus corrales y en las caballerizas.
Desde una de ellas, la de la esquina, podíamos ver el cementerio y el camino empedrado por donde habíamos venido… y una de las últimas celdas que, según nos dijo el hermano Antonio, era la del Prior.
La vista era fantástica: divisábamos aquel majestuoso torreón y el conjunto del Monasterio, sus claustros y las celdas de los monjes… el edificio de tres plantas que habitaban los novicios, la Iglesia… y alzando la vista, los pinares del exterior y las montañas gemelas.
En el centro de la planta superior teníamos una estufa de leña lo suficientemente grande como para calentar toda la estancia y, junto a ésta, unos leñeros repletos de troncos.
-Os habéis dado cuenta de que no tenemos luz –dijo Pepe observando que en el techo las bombillas no se encendían al pulsar los apliques de luz de las paredes.
-Tienes razón –comentó Pablo. Será que como esta celda ya no la usan, no le han puesto la luz y así evitan gastos.
-No os preocupéis, que la luz ya viene por el pasillo –dijo Juan viendo al hermano portero arrastrar una bobina de cable de luz que portaba en la carretilla.
– ¡Bajemos a ayudarle! –dijo Iñaki, seguro que agradecerá nuestra ayuda.
Sin dudarlo un instante, bajamos y entre todos formamos una columna para ayudar al monje a rodar la bobina del cable de luz que arrimamos a la pared para evitar engancharnos.
– ¿Cómo es que esta celda no tiene luz como las demás? –preguntó Anselmo al monje.
-Si se han fijado, en la planta baja no hay cables de luz –dijo el monje. Era nuestro primer comedor, donde comíamos los domingos, los días festivos y cuando celebrábamos el paso a la vida eterna de nuestros monjes. Cuando decidimos elevar el techo y hacer la Sala de Capitulaciones, es cuando pusimos la luz eléctrica por si se alargaba el acto y para no quedarnos a la luz de las velas. Por eso tiene instalación.
– ¿Celebran la muerte de un monje comiendo todos juntos? – le preguntó Paco al monje.
-Sí, para nosotros la muerte no es más que un trance –dijo el monje. Es el paso que todos tenemos que dar cuando seamos llamados por el Altísimo. Dejamos esta vida de miserias y penas para pasar a la Vida Eterna, la que Cristo nos prometió cuando estando en la Cruz se dirigió al ladrón que lo crucificaron a su lado: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Por eso para nosotros la muerte no es pena, sino alegría… y lo celebramos comiendo todos juntos, monjes y hermanos.
-Y… entre semana, ¿no comen todos juntos? –preguntó Yerai con cara de extrañeza…
-Entre semana cada monje come y cena en su celda, así están establecidas las normas en los estatutos. Recuerden que somos hijos de San Bruno, somos ermitaños que vivimos en comunidad y ayudándonos los unos a los otros. Los únicos que comen y cenan todos juntos son los novicios y lo hacen con Monseñor Felipe.
-Bueno, parece que ya tenemos luz… –dijo Anselmo. Voy a pasar las fotos de mis cámaras al ordenador y ver qué tal han salido.
-Con el permiso de ustedes regreso a mi trabajo –dijo el monje saludándonos con una leve inclinación de cabeza. Si me necesitan para algo, en la pared del comedor, junto a la puerta, tiene un pulsador y una tabla de tonos, tipo morse, para llamar.
– ¿Emplean el código morse para comunicarse entre ustedes? –preguntó Juan.
-Sí… –respondió el monje. Es una forma muy particular que tenemos de comunicarnos entre nosotros, pero sólo suenan los timbres en la cocina, portería, en las celdas del Capellán, del Maestro de Novicios, en la enfermería y en la celda del Prior.
Todos los monjes y hermanos tienen un pulsador junto a su camastro y la relación de toques que deben pulsar para avisar si algo sucede o necesitan ayuda.
– ¿Y cómo funciona ese código morse para saber a quién se llama? –preguntó Iñaki.
-Es muy sencillo una vez que se aprende… –dijo el monje.
– ¡Lógico! –exclamó Juan. Para ustedes que llevan años aquí es de lo más normal, pero para nosotros…
-No creo que llegara a acostumbrarme –dijo Yerai. Con lo que me gusta el bullicio y la fiesta, estar encerrado de por vida… no creo que lo soportara.
-Eso es porque no tiene vocación –dijo el monje. Sólo los elegidos pueden vivir entre estos cuatro muros toda su vida alabando al Altísimo.
– ¿Suena una campana a estas horas? –dijo Paco.
– ¡Uy sí!… Tengo que dejarles… es la hora de la comida y debo volver a mi celda. Queden con Dios –dijo el monje signándose.
-Así sea –dijo Pablo. Vaya con Dios hermano y…
CONTINUARÁ…
Javier Martí, escritor valenciano afincado en Telde y colaborador de ONDAGUANCHE
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