Cuentan las leyendas que, en un extraño lugar, en lo más recóndito de las montañas de un viejo continente, existía un fornido bosque de Pinos y Abetos de gran tamaño que, vistos desde el cielo, dibujaban la silueta de un gran jefe Cheyenne llamado “Bufalyilo toouotuu” que murió en una batalla contra los soldados del sexto regimiento de caballería, haya por el año…
Estaba rodeado de grandes montañas de rocosas piedras negras cargadas de historias que los indios Cheyenne contaban de generación en generación, pasaban las historias de grandes cacerías de bisontes de padres a hijos y éstos a los suyos.
Tras el paso de las estaciones de fuertes lluvias llegaba el crudo y frío invierno y con éste las primeras nevadas que cuajaban en las llanuras y en las montañas cercanas. Los ríos se congelaban y las fuentes casi perdían su caudal.
Las tribus se aprovisionaban de la suficiente agua para dar de beber a sus animales y para el uso propio de sus gentes.
Ocuamma, el hechicero, contemplaba la llegada de las nieves desde su tienda, en lo alto de un montículo del que divisaba toda la tribu. Con sus cánticos, sus pócimas y sus danzas creía que curaba las raras enfermedades a sus guerreros y a cuantos las necesitaran.
Negrocaballoveloz, era hijo del Gran Jefe Kulomalsentado, era un fiel seguidor de Ocuamma, interesado en sus conjuros y de todo aquello que estuviera relacionado con la brujería y lo misterioso, así como de Ossiendha, la hija del hechicero.
Ossiendha era la hija del hechicero, una joven de piel canela y larga melena, de ojos azules y mirada picarona que engatusaba a todo aquel que la mirara.
En una de las batallas contra los colonos que pretendieron invadir su territorio, Ocuamma secuestró a una joven de raza blanca convirtiéndola en su mujer. Era rubia, de ojos azules y se llamaba Flor de loto. Falleció en el parto de Ossiendha.
Una fría tarde de invierno el cielo se llenó de oscuras nubes que presagiaban una inminente nevada. El viento soplaba con intensidad levantando cortinas de polvo que recubrían el poblado mientras la lluvia dejaba caer sus primeras gotas.
Negrocaballoveloz ayudaba a sus hermanos a guardar los animales en el corral protegiéndolos del frío y las lluvias.
En el tipi del Gran Jefe Kulomalsentado todo estaba dispuesto para albergar en ella, a sus dos mujeres, a las mujeres de sus siete hijos y a sus trece nietos. Tenían lo necesario para su sustento por las tres semanas que durarían las lluvias, lo de costumbre.
Negrocaballoveloz era muy inquieto y no soportaba estar tanto tiempo en el tipi sin hacer nada. Necesitaba moverse, hacer algo diferente a lo habitual.
Por el contrario, sus hermanos eran más de vida sedentaria y los días de lluvia los aprovechaban para cuidar de sus hijos mientras las mujeres se encargaban de alimentar a los animales y la recogida de leche de las vacas y cabras que formaban sus rebaños.
Viendo Ocuamma que durante varios días estaría sin poder salir de su tipi a recoger las hierbas medicinales que usaba habitualmente, mandó a su hija Ossiendha al gran bosque para que las recolectara. Ella las conocía y sabía que podía confiarle esa misión.
Ossiendha cargó las alforjas con todo lo necesario y montando a Trotamundos, su mestizo caballo galopó tan rápido como pudo al bosque para estar de regreso antes de la llegada de las lluvias.
Entrada ya la tarde y viendo que Ossiendha no regresaba, Ocuamma temió lo peor y pidió ayuda a Negrocaballoveloz.
El joven guerrero no dudo ni un instante lo que el hechicero le pidió: Ossiendha, además de ser la hija del hechicero, era una hermosa joven que amaba en silencio, un silencio conocido por Ocuamma y por el Gran Jefe que veían de buen agrado la unión de sus hijos.
Varias horas había entre el poblado y el gran bosque, por lo que el regreso sería lento, bien entrada la noche.
Negrocaballoveloz debía encontrar a Ossiendha en el lugar que Ocuamma le había indicado antes de su partida, pero el joven guerrero desconocía lo que le esperaba al entrar en el bosque.
Tizón, su negro caballo galopaba tan rápido como soplaba el viento por el camino que, entre altos y puntiagudos cipreses, lo conducía al bosque.
El relinchar de Tizón asustó a Ossiendha que, al escucharlo llegar pensó que algún jinete buscaba donde refugiarse del temporal que comenzaba a azotar el lugar.
Negrocaballoveloz saltó de Tizón al ver a su joven amada que temerosa intentaba ocultarse entre unos pinos.
– No temáis mi joven Ossiendha –dijo el joven guerrero. He venido en tu busca pues tu Padre así me lo pidió.
– Pensé que alguien venía buscando refugio y me asusté –comentó la joven mujer.
– Volvamos al poblado antes de que comiencen las fuertes lluvias y no podamos regresar –dijo Negrocaballoveloz señalando el camino por donde había entrado en el bosque.
– ¡No vamos a poder regresar! –exclamó Ossiendha. Aún no tengo todas las hierbas que mi Padre me dijo, me faltan las más importantes…
– Olvídalo y regresemos ya –dijo el joven guerrero. Tu Padre lo entenderá y no se enfadará, es más, si vienes conmigo no te dirá nada porque fue él quien me pidió que te buscara.
– Ya es tarde –comentó la joven. No vamos a poder regresar hasta que cese de nevar. La nieve ya ha llegado y el camino está cubierto por el blanco manto que, por lo fuerte que cae, será difícil que los caballos puedan trotar por ella soportando nuestro peso.
– Busquemos un lugar donde refugiarnos en el bosque –dijo el joven guerrero. La noche está llegando y el frío pronto calará en nuestros huesos y moriremos congelados si no encontramos donde cobijarnos.
– Hay una cueva cerca de aquella fuente –comentó la joven. La vi al llegar y de allí bebí su agua que calmó mi ansiada sed.
Unos cientos de metros caminaron hasta llegar a la cueva que, por estar escarbada en la montaña, no presagiaba que hubiera que temer nada, pues no tenía mucha profundidad ni ocultaba madriguera alguna que pudiera ser el refugio de coyotes ni de otros animales salvajes.
Era lo suficientemente grande para albergar en ella a los caballos y encender una hoguera para calentarse del frío y la lluvia que ya se hacía notar.
Mientras tanto, en el poblado, Ocuamma miraba con tristeza como el camino se cubría con el blanco manto de la nieve que caía con intensidad y que pronto lo haría intransitable.
Nadie en el poblado se atrevía a salir en busca de los jóvenes que estaban en el bosque. Debían esperar a que amaneciera para ir en su búsqueda.
La noche fue de las peores que recordaban los ancianos guerreros del lugar: El viento soplaba con intensidad y la nieve caía sin parar cubriendo todo cuanto encontraba a su paso.
El calor del fuego en el tipi era lo único que calmaría al viejo hechicero. Nada podía hacer, sólo esperar a que amaneciera y, con el nuevo día, esperar la llegada de Ossiendha acompañada por el joven guerrero.
El Gran Jefe fumaba su pipa junto al fuego mientras las mujeres atendían a sus hijos, los alimentaban y cubriéndolos con las pieles de los animales les daban calor para soportar la fría noche.
En el interior de la cueva, Negrocaballoveloz y Ossiendha se calentaban con el fuego que habían preparado a la entrada y que les serviría para ahuyentar a los coyotes que intentaran refugiarse en ella.
Desde la cueva se divisaba, a lo lejos, el resplandor de los fuegos del poblado.
Las horas pasaban lentamente. El viento se calmó, no así la intensa lluvia que, cayendo desde lo alto de la montaña formaba una cortina que cubría por completo la entrada de la cueva.
Ossiendha quedó dormida en los brazos del joven guerrero que permanecía despierto y atento a que el fuego no se apagara. Suficiente leña tenían como para calentar la cueva varios días si fuera necesario. Los caballos tenían abundante agua y forraje para soportar la noche.
Con la llegada de los primeros rayos de luz, todo a su alrededor estaba empapado con la lluvia de la noche.
Negrocaballoveloz observaba a su amada que dormía plácidamente arropada por suaves pieles que la cubrían dándole calor. Era la primera vez que la veía dormir y que ambos estaban solos y lejos del poblado.
El cansancio hizo que el joven guerrero quedara dormido profundamente sin remedio hasta que una suave caricia lo despertó repentinamente, era Ossiendha que al verlo recostado en un recodo de la cueva, lo tapaba con una suave piel de lobo.
– No te asustes –dijo Ossiendha. Duerme tranquilo mientras preparo algo de comer. Descansa…
– Debemos regresar al poblado cuanto antes –comentó el joven guerrero. Estarán preocupados al ver que no regresamos.
– Ya saben que estamos bien –dijo Ossiendha.
– ¡Lo saben! –exclamó Negrocaballoveloz sorprendido…
– Sí, lo saben –dijo Ossiendha. He mandado unas señales de humo y han dicho que regresemos cuando podamos, cuando el camino quede libre y no corramos peligro alguno.
– ¿Tú sabes hacer señales de humo? –preguntó el joven…
– Me lo enseñó mi Padre hace tiempo –dijo Ossiendha.
– ¡Pues yo aún no se hacerlo! –exclamó el joven guerrero. Me tendrás que enseñar, si quieres…
– Será lo primero que te enseñe mi Padre cuando lleguemos al poblado –comentó Ossiendha. Tienes que aprender el arte del humo para mandarme mensajes cuando salgas de caza para alimentar a nuestros hijos…
– ¡Alimentar a nuestros hijos! –exclamó sorprendido el joven guerrero. Si ayer no pasó nada…
– Lo sé –dijo Ossiendha… pero ellos no lo saben y… supondrán que pasó lo que no pasó y yo no voy a contradecir lo que diga mi Padre.
– El Gran Jefe se pondrá muy contento –comentó el joven guerrero, sé que aprobará nuestra relación, si tú quieres…
– Joven Negrocaballoveloz, si quiero –dijo Ossiendha. Llevo años esperando este momento y… ya ha llegado.
– Regresemos cuanto antes al poblado y demos la noticia –dijo el joven guerrero. Deben saberlo todos cuanto antes.
– No tengas tanta prisa, debemos esperar a que las nieves dejen libre el camino –comentó la joven enamorada. Si volvemos ahora sospecharan que todo ha sido una farsa y nos separarán por un tiempo. Esperemos unos días, lo justo y necesario para que todos crean que ya somos…
– ¡Está bien! –exclamó Negrocaballoveloz, hagamos lo que dices y mientras busquemos esas hierbas que tu Padre necesita para curar nuestros males.
– ¿Te has dado cuenta que todo el valle está nevado y aquí, en el bosque, no ha caído ni un solo copo de nieve…? –preguntó Ossiendha con cierta intriga. ¿Por qué habrá sucedido ese fenómeno tan extraño?
– No lo sé –dijo el joven guerrero. Lo que sí sé es que han florecido todas las plantas que tu Padre necesita y los pinos tienen muchos piñones a sus pies.
– Recojamos cuanto podamos y preparemos los caballos para regresar –comentó Ossiendha mientras apagaba el fuego y aseaba la cueva. La nieve ya ha dejado libre el camino y es hora de volver.
El regreso al poblado lo hicieron andando, sin prisa, admirando el paisaje que, con la caída de las nieves lo había transformado en verdes praderas. Iban cogidos de la mano detrás de los caballos que se adelantaran trotando en el camino.
Ante la incrédula mirada del hechicero y del Gran Jefe llegaron ante ellos los caballos por el camino con las plantas medicinales y algunos sacos cargados de grandes y ricos piñones.
La joven pareja lo hizo pasadas unas horas, tantas que el Gran Jefe estuvo a punto de mandar a dos de sus hijos en su búsqueda.
El Hechicero abrazó a su amada hija no sin antes mirar fijamente al hijo del Gran Jefe Kulomalsentado que, a un lado del camino, esperaba una fuerte reprimenda por el tiempo transcurrido sin dar señales de vida.
El Gran Jefe abrazó fuertemente a su hijo y juntos entraron en el poblado. Su joven hijo se había convertido en el hombre que todo Padre esperaba y que pronto sería un gran guerrero.
El gran consejo de ancianos se reunió para escuchar al joven guerrero pedir en presencia de éstos la mano de la hija del Hechicero.
Ocuamma miró a su amada hija Ossiendha quien asintió con una leve inclinación de cabeza dando su aprobación para que Negrocaballoveloz fuera su esposo.
Ante el Gran Jefe de la tribu, Ossiendha y Negrocaballoveloz unieron sus manos y fueron bendecidos por Ocuamma convirtiéndose en esposos ante la mirada de toda la tribu que, entre canticos y bailes celebraban la feliz unión.
Tres días duraron los festejos, tres días fueron los necesarios para que las mujeres de la tribu construyeran el nuevo tipi para la feliz pareja. Tres días donde las dos familias se intercambiaron los regalos que la tradición mandaba y que era de obligado cumplimiento.
Una tarde el gran consejo convocó a Negrocaballoveloz para que explicase lo sucedido en aquel bosque, los misterios que ocultaba aquel paraje que, según contó Ossiendha a su Padre, habían sucedido cuando Ossiendha había acudido en busca de las plantas medicinales.
Negrocaballoveloz explicó lo sucedido, lo que sus ojos vieron en aquel bosque encantado donde la nieva jamás llegó a posarse y lo que vieron en la mañana… Algo inexplicable, algo que sólo podrían ver quienes lo visitaran…
FIN.
Javier Martí, escritor valenciano afincado en Telde y colaborador de ONDAGUANCHE