“Cada pueblo tiene los gobernantes que se merece”: de cuando en cuando, esta afirmación se utiliza tanto para justificar, como para denostar, el apoyo popular a las élites del poder político en ejercicio. En la actualidad, en el ámbito político del denominado “primer mundo”, este supuesto apoyo, tanto a buenos como a malos gobiernos, se valida con los resultados obtenidos en las contiendas electorales previas a la formación de los ejecutivos. Todo lo cual, le da un cariz democrático a otro tópico muy extendido, el de que el pueblo elige a sus representantes.
No obstante, el nivel de control y manipulación de la información relevante que hacen la práctica totalidad de los gobiernos; el sesgo ideológico que prima en los medios de comunicación; el uso apabullante de técnicas de persuasión y propaganda empleados en los periodos previos a las elecciones; y las notorias distorsiones que permiten los sistemas electorales al principio democrático de que todos los votos deben valer lo mismo, ponen, más que en entredicho, la pretendida responsabilidad de las y los electores en qué gobernantes resultan elegidos y con qué proporciones.
Se ha normalizado en los equipos de gobierno la práctica de ocultar o descontextualizar los datos más pertinentes a la hora de rendir cuentas. Y así, resulta que nunca, nadie, se ha equivocado en su gestión, ha dejado de hacer en lo más importante o tiene pendiente de solución problemas de relevancia. El cuarto poder -la profesión periodística-, atrapado entre las directrices nada filantrópicas de los propietarios de los medios y la docilidad requerida para obtener publicidad institucional, hace ya mucho que dejó de contrastar e investigar para sumarse a la mera “crónica de sucesos”. Durante los periodos electorales -con gran dispendio de recursos solo al alcance de los que contentan a los poderes fácticos-, a través de interesados marcos de referencia y de técnicas de publicidad irracionalistas, se consigue desviar la atención del público elector del fondo de las cuestiones en juego. Las listas cerradas, las circunscripciones electorales y la ley D’Hondt y similares sistemas de atribución de escaños, hacen el resto para que no se pueda elegir sólo a quien se desee, para que no cuesten los mismos votos la obtención de representantes a las instituciones y para que el que más gane, se lo lleve todo.
Por parte de quienes mueven los hilos, se ha perdido de tal modo el respeto por la veracidad y la responsabilidad ante el pueblo soberano; y se tergiversan de tal manera las condiciones y los resultados cuantitativos de la emisión de votos, que hay que ser muy cínico para pretender que la sociedad de los administrados es la que ha validado a quienes nos gobiernan. No todos son corruptos, claro; no todos actúan de buen grado así, faltaría más. Pero a la vista del espectáculo que, aún con “la que está cayendo”, se vuelve a repetir en estas elecciones, parece que todos seguimos arrastrados por estas necias y antidemocráticas inercias.
Y, así, entre las similares cartelerías y anuncios mediáticos, llenos de solitarios rostros entrajeados y con la sonrisa congelada, y de lemas dignos de la causa mercantil más descarada, la imprescindible regeneración democrática se torna “la cuadratura del círculo” ¿Cómo vamos a cambiar, de raíz, las lacras que padecemos? ¿Cómo vamos a marcar diferencias y dar ejemplo? Por si fuera poco, la mascarada se completa con la peste de que, al final, la suma de votos personales creará una inmediata inteligencia colectiva. Que de la mera cantidad, emergerá la cualidad, que el pueblo habla en las votaciones…Por cierto, estas elecciones van de municipalismo, provincialismo, insularismo y autonomía. Por tanto, no votemos a la ligera.
Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social
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