Siga la segunda parte del relato aquí
Estando Ettore en el balcón de su celda observó la presencia de aquella majestuosa águila que no paraba de dar vueltas sobre los campos de alfalfa y, para su asombro, gracias a su aguda visión, pudo ver cómo el águila se apresuraba en la bajada y, abriendo sus garras, dejaba caer lo que en ellas portaba, alejándose del lugar a gran velocidad y altura…
Avisando a los hermanos hortelanos de lo que había presenciado, corrieron al lugar donde el águila había dejado caer lo que en sus garras portaba y pudieron, con suerte, recoger aquellas vasijas de barro que contenían las envenenadas pócimas que, de haberse abierto al tocar el suelo, hubieran envenenado los campos de alfalfa.
Las altas hierbas de la alfalfa habían amortiguado la caída de las vasijas sin que estas llegasen a romperse.
Avisaron al Prior de lo sucedido y, con el permiso de este, armados con sus arcos y flechas, montaron guardia por si el águila volvía, cosa que no sucedió.
Pasaron días, semanas, sin que, en el cielo, se volviera a ver aquella majestuosa águila.
Una mañana, a eso del alba, cuando los hermanos hortelanos salían a faenar en los campos de cultivo cercanos al monasterio, observaron la presencia de una extraña figura que, cubierta con una negra capa, iba dando pequeños saltos por uno de los campos de alfalfa portando un pequeño capazo donde iba introduciendo algunos brotes de alfalfa…
Asombrados por lo que la extraña figura hacía en el lugar y a esa temprana hora, se le acercaron con la intención de saber qué hacía allí y, para el asombro de todos y antes de que le pudieran decir nada, de la extraña figura, que bien pudiera ser una dama, dejó caer su capa y, alzando el vuelo, salió una negra águila de gran tamaño que desapareció entre las nubes.
Alarmados por lo sucedido, regresaron al monasterio a contarle al Prior lo que sus ojos habían visto.
Después de que Monseñor Croncoqué escuchó lo que los hermanos le habían dicho, mandó llamar a Monseñor Ettore para que le contara nuevamente lo que hacía unas semanas había visto sobrevolando los campos de alfalfa.
Sorprendido por lo que Ettore le contó, entendió que se trataba de la misma águila que, sin saber por qué, había vuelto…
No siendo muy conocedores de las aves que pudieran habitar por los montes cercanos, mandó llamar el Prior al hechicero Rosgualdiño para que le ayudase a descubrir si se trataba de una simple águila que, desorientada de su hábitat buscaba comida o, por el contrario, si bajo aquella extraña apariencia se ocultaba algún ser maléfico que, convertido en águila, pretendía hacerles daño.
Rosgualdiño escuchó atentamente lo que le contaron los hermanos hortelanos y el relato de Ettore y quedó, con el Prior, en darle respuesta en unos días…
Sabiendo Rosgualdiño que su amiga Armandina estaba algo celosilla con él por haberse amigado con los monjes, no dudó en ir a Tara, a la guarida de Armandina y hacerle una inesperada visita.
Llegando a Tara, observó que, de la guarida de Armandina, de su destartalada chimenea, no salía humo alguno…
Subió sigiloso los ciento cuarenta y ocho peldaños que había desde el camino a la guarida y, llegando al corral observó, en el suelo, unas negras plumas que, por sus dimensiones, no eran ni de patos, ni de gallinas…
Para su asombro, su amiga Armandina, la bruja de Tara, no estaba en el interior de la guarida. Tampoco estaba por los alrededores…
Varias horas esperó a que Armandina llegase a su guarida que, convertida en una majestuosa águila, se posó en lo alto del gran palo del gallinero.
Armandina, al ver que su amigo Rosgualdiño estaba en el portal de su guarida esperándola, intentó alzar el vuelo para no ser descubierta pero no lo consiguió porque Rosgualdiño se lo impidió lanzándole uno de sus conjuros que la obligaron a caer al suelo sin poder levantarse.
Viendo Rosgualdiño a su amiga convertida en águila, entendió que la causante de aquel maléfico conjuro que no llegó a consumarse en los campos de alfalfa de los monjes, no era sino obra suya.
Fue tal la ira de Rosgualdiño por lo que Armandina había hecho, que no dudó en quemar la guarida de la bruja de Tara.
La obligó a que entrara en una jaula que era custodiada por sus dos grandes tibicenas, sus perros, y la llevó hasta el monasterio, a pedir perdón a los monjes por sus fechorías.
Monseñor Croncoqué, hombre sabio y justo, perdonó a Armandina, la bruja de Tara por sus fechorías y, como penitencia que debía cumplir, le impuso un dulce e inesperado castigo:
“A partir de hoy y hasta que el Creador te llame para rendirle cuentas en su presencia, tu misión será la de hacer los más ricos y dulces caramelos y golosinas que repartirás entre las niñas y los niños de las aldeas sin cobrarles nada” -le dijo…
Vivirás de lo que los aldeanos te den y de las sobras de los dulces.
Tu nueva guarida no será como la anterior. La tendrás siempre limpia para que pueda ser visitada por las niñas y los niños de los aldeanos y las gentes llegadas de otros lugares.
Tus pócimas servirán para curar los males de los animales.
Desde ese día, Armandina y Rosgualdiño afianzaron su amistad, fueron muy buenos amigos y, juntos, acudían a las Ferias de las Medianías donde repartían golosinas, caramelos y enseñaban a los niños a prepararlos.
Los monjes, en su monasterio, seguían con sus vidas dedicadas al Creador y a la crianza de sus famosos caballos cartujanos.
Los años fueron pasando para todos hasta que, uno a uno, fueron llamados para rendir cuentas ante el Creador.
Y… como siempre digo, cualquier parecido con la realidad, si es que la hay, es pura casualidad.
FIN
Javier Martí, escritor valenciano afincado en Telde y colaborador de ONDAGUANCHE