Juana arrastra una vida de penurias que le ha llevado a verse en la calle, hundida en una depresión y sin fuerzas para seguir adelante. Cuando la vida se empecina en tratar mal a alguien, se extrema y alcanza niveles de crueldad insospechados. Al menos esa es la sensación que deja la historia que relata la teldense Juan Rodríguez Hernández, vecina de La Pardilla de toda la vida.
A sus 54 años, se ve sin un techo bajo el que cobijarse. Tanto es así que, cuando las dos amigas que le dejan asearse y lavar la ropa en sus casas no pueden ofrecerle una cama, pasa la noche en cualquier rincón de Telde, a la intemperie, con el único abrigo de una manta y un chandal grueso para ella y una mantita para su perro. Esa nunca puede faltar.
Incapaz de reprimir las lágrimas, relata sus noches.
«En realidad, no duermo. El miedo a que alguien me pueda hacer algo malo no me deja pegar ojo. Me he quedado en casas abandonadas, en bancos, en las cuevas de Cuatro Puertas. No sé, en cualquier sitio que encuentre en donde me puedo resguardar de alguna manera. Después, durante el día, me aseo en las casas de dos amigas que tengo, una en Jinámar y otra en La Herradura, que también me permiten lavar mi ropa. Salvo ellas y mi perro, nada me ata a esta vida que llevo, que no vale la pena vivir».
No puede dejar de llorar mientras rememora una infancia en la que las dificultades se fueron encadenando inexorablemente. «Me quedé sin padre a los dos años y he pasado penurias que no me atrevo ni a recordar».
Se casó en 2007 y, tras 11 años de matrimonio, la pareja decidió convivir en la misma casa, sin apenas relacionarse. «Éramos simples compañeros de piso. No había amor», describe Juana.
Pero el día a día no era fácil y finalmente, la situación estalló en una discusión que terminó con una orden de alejamiento para ella, que tuvo que dejar la casa y, con ella, su único techo.
Ahora, está en la calle.
Ha recurrido a Servicios Sociales y al Centro de la Mujer municipales, pero no ha encontrado respuestas a sus demandas de ayuda.
«No voy a ir a un centro de acogida, porque no me dejan tener a mi perro y yo sin él no sé vivir. Ha estado conmigo en las malas y en las buenas y no le voy a abandonar. Si no fuera por él, ya hace tiempo que me habría quitado de en medio».
Su petición es simple: un techo. Sin más pretensiones. «No quiero un palacio. Me conformo con un cuarto en el que podamos meternos mi perro y yo, y las cuatro cosas que tengo. Como si es un cuarto de aperos, sin agua ni luz. Ya me apañaré yo para comprar garrafas y velas. Cobro la RAI y eso me da para comer, pero arrastro una depresión desde que se suicidó mi hermano, en el 96, y ya no puedo soportar vivir así, sin nadie y sin nada».
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