Todos hemos observado que si lanzamos un piedra a un estanque aparecen una serie de ondas concéntricas que, al mismo tiempo que se separan del punto del impacto, van desapareciendo según pasa el tiempo, hasta que el agua vuelve a quedarse en reposo.
Aparentemente, cuando esas ondas desaparecen, el estanque vuelve a quedar como antes de lanzar la piedra. Pero la realidad no así, ya que en el fondo del estanque, aunque no pueda verse desde la superficie, hay algo que antes no estaba: la piedra que hemos lanzado.
Así, igual que ocurre en el estanque, da la impresión de que con el paso del tiempo los efectos psicológicos negativos en las personas que sufren una tragedia, como la que hemos vivido estos días con el luctuoso suceso del pequeño Julen, tienden a desaparecer. Pero en realidad no es así en todos los casos, ya que -y sigamos con el ejemplo- dependerá del tamaño de la piedra, o de la cantidad que hayamos lanzado, a veces es necesario bucear hasta el fondo del estanque para retirar esas piedras que merman su capacidad para contener el agua.
Está claro que muchas personas poseen la capacidad necesaria para gestionar de forma exitosa –resiliencia- la consecuencias adversas que les puede producir un suceso traumático. Pero, también es cierto que, dependiendo de variables como las características personales, las dimensiones del suceso o cercanía emocional o afectiva -tamaño de la piedra-, y la cantidad de sucesos traumáticos sufridos, a veces es necesario bucear en el fondo de las personas afectadas con el fin de restablecer su equilibrio emocional.
En este sentido, Taylor y Frazer (1981-1987) realizaron una serie de estudios sobre las secuelas psicológicas de las víctimas, familiares e intervinientes en el accidente de un avión DC-10, de la compañía Antártica, elaborando una clasificación más exhaustiva de las víctimas, ya que hasta ese momento la clasificación de los afectados solo se hacía atendiendo a criterios fisiológicos, sin prestar atención a otros trastornos como el estrés agudo, el estrés postraumático y el estrés o el desgaste por compasión, entre otros.
Desde una perspectiva psicosocial, y atendiendo a su relación con el desastre, Taylor y Frazer, clasificaron a las víctimas o afectados en seis categorías:
1 Víctimas de primer grado: Son las que sufren directamente el impacto del desastre, pueden tener pérdidas materiales o sufrir daño físico.
2.- Víctimas de segundo grado: Engloban a los familiares o amigos de las anteriores.
3.- Víctimas de tercer grado: (víctimas ocultas) constituidas por los intervinientes en el siniestro.
4.- Víctimas de cuarto grado: Toda la comunidad que se ve afectada.
5.-Víctimas de quinto grado: Las personas que se enteran del suceso gracias a los medio de los medios de comunicación.
6 .-Víctimas de sexto grado: Son todas las personas que, por diferentes motivos, no se encontraban en el lugar de los acontecimientos, pero que podían haber estado.
En relación al fatal accidente del pequeño Julen, independiente de las presuntas negligencias que pudieran estar en el origen del suceso, se me antoja que hay dos variables que son necesarias tener en cuenta a la hora de analizar las consecuencias de la tragedia en las personas afectadas por la misma. Estas variables son que la víctima mortal era un niño y el tiempo empleado para su recate.
Centrándome en el personal interviniente en la tragedia, -víctimas de tercer grado u ocultas, según Taylor y Frazer- las consecuencias que para su salud mental tienen las variables antes mencionadas son incuestionables.
Ni que decir tiene que la pérdida de un hijo, más si es un niño, produce en los padres un impacto emocional bastante complicado de superar. Pero, más allá de la relación filiar o familiar, la muerte de un niño en condiciones trágicas también produce un tremendo impacto en los intervinientes, por lo general, mucho más fuerte que cuando la víctima es una persona adulta. En este sentido, conozco algunos casos de intervinientes que, incluso después de muchos años de transcurrido el suceso, siguen estando afectado psicológicamente porque la víctima fallecida en una de sus intervenciones era un niño.
Sin duda alguna, las actuaciones en emergencias, independientemente de la experiencia de los intevinientes, son situaciones muy estresantes, que de no gestionarse adecuadamente pueden ocasionar en ellos diversos trastornos en momentos posteriores a la emergencia, como el Estrés Postraumático, algunos tipos de fobias o el llamado Estrés o Fatiga por Compasión. En el caso de Julen, tanto la incertidumbre por el estado de salud del niño como lo dilatado del tiempo empleado en su rescate son circunstancias que pudieron afectar seriamente, y de diferente forma, a las personas que intervinieron en la emergencia, desde los operadores de la maquinara a los mineros y guardias civil que bajaron al pozo, pasando por los sanitarios y psicólogos, además de los técnicos que diseñaron el pozo de rescate, o que calcularon las cargas explosivas.
Así, aunque muchos profesionales de las emergencias tienen sus propios recursos para afrontar este tipos de situaciones -humor negro, centrarse en la tarea, etc.-, a veces no son suficientes para mantenerse protegidos psicológicamente ante el estrés, por lo que es conveniente trabajar con ellos tanto en tareas de prevención como de intervención. A modo de ejemplo, técnicas como el «defusing», y otras, suelen ser muy útiles cuando se aplican inmediatamente después de la intervención y que, de alguna forma, protegen al emergencista de trastornos psicológico posteriores y de la realización de ciertas conductas desadaptadas que, con la finalidad de atenuar los efectos adversos del estrés profesional, ponen en peligro su salud, tanto mental como fisiológica.
José Juan Sosa Rodríguez.