SEGUNDA PARTE DEL RELATO CORTO: «BENAYGA, MI NOVIA, LA DE VALSEQUILLO…» (POR JAVIER MARTÍ)

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Dedicado a:   Todos mis lectores que, gustosamente, pierden unos minutos de su valioso tiempo en leer este relato corto que ha sido escrito con la idea de que, quien lo lee, entre en la vida de algún personaje, lo haga suyo, lo viva y, lo disfrute.

                                                                 El Duendecillo Valiente

                                                                                 El artesano de la ficción                                                                                                                                                                                                           

1ª Edición: Diecisiete de enero de dos mil veinticuatro

Diseño de portada: Javier María Martí Martínez

Autor y Editor:       Javier María Martí Martínez

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Nº REGISTRO P. I. Las Palmas:  …24P0011851

BENAYGA, mi novia, la de Valsequillo… (2 PARTE)

Ella, Benayga, con su angelical mirada me decía, me pedía que la rescatara, que la sacara de aquel lugar donde sus padres la habían mandado en contra de su voluntad. 

        Fue algo difícil poder sacarla de aquel lugar sin que los guardianes que custodiaban el recinto se dieran cuenta.

        Sólo los Faycanes podían entrar en el recinto y, como mi porte era parecido a estos, no dudé ni un minuto en hacer todo lo posible para traspasar aquellas puertas y entrar en aquel lugar que, desde el exterior nadie podía imaginar cómo era lo que había tras aquellas puertas de gran tamaño y peso.

        En mi sueño pude llegar a un lugar donde estaban los Faycanes. Era como una gran cabaña. Desde donde yo estaba, podía ver sus vestimentas, sus atuendos, y todo lo necesario que debía utilizar para entrar sin llamar la atención de nadie…

        Tomando lo preciso regresé al lugar donde estaban las doncellas y, para mi sorpresa, los guardianes me abrieron las puertas sin preguntar nada y así pude acceder al lugar sin llamar la atención. Nadie me dijo nada, nadie me preguntó, pues tenían prohibido mediar palabra con los Faycanes.

        Entre las celdas de las Maguadas busqué donde se encontraba Benayga y, tapándole la boca para que no chillase al verme, le hice una señal para que me siguiera.

        Ella me miró a los ojos y, sin mediar palabra, dispuso lo necesario para salir del lugar, como si de un repentino e inesperado traslado se tratara.

        Lo normal era que la doncella siguiera los pasos del Faycán por el lugar hasta una de las cuevas que, por así decirlo, era el templo donde oraban. Allí, tras los rezos de costumbre y la bendición de la anciana Harimaguada, la matriarca, la doncella era llevada por el Faycán a su nuevo destino…

        Al desconocer los pasadizos que tenían las cuevas del templo, fue Benayga quien me señaló el que conducía a uno que nos llevaría fuera del Tamogantes sin ser descubiertos por los guardianes que, al no poder entrar en el recinto, lo desconocían. 

        Estaba oculto tras el altar donde se veneraba a Moneiba, la Diosa que protege a las mujeres.

        Pocas Harimaguadas conocían ese pasadizo que, por el mal estado que estaba, fuere prohibido utilizarlo por orden de la vieja Zeray, la más anciana Harimaguada, la matriarca del Tamogantes.

         Acceder a ese pasadizo en caso de una repentina evacuación era como llevar al suicidio a quienes lo utilizasen pues, como era  contado una y otra vez por las viejas Harimaguadas, en una ocasión, hace ya muchos años, al ser ultrajado el Tamogantes por unos bárbaros que asaltaron el recinto cuando aún no estaba custodiado por los guardianes, las Harimaguadas que sabían de la existencia de ese pasadizo, antes de caer en las despiadadas manos de los bárbaros, entraron en él sin que se supiera nunca más nada de ellas. Ninguna regresó al Tamogantes. Se decía que todas perecieron en aquel oscuro pasadizo…

        Era un riesgo que teníamos que correr si queríamos salir sin ser descubiertos por las Harimaguadas que montaban vigilancia en el interior del recinto, a sesenta pasos unas de otras en todo el perímetro del Tamogantes.

        Tomando dos antorchas y armados de valor, no sin antes asegurarnos de que nadie nos viera, abrimos la vieja puerta que ocultaba la entrada del pasadizo y tras cerrarla y franquearla para que nadie la pudiera abrir, comenzamos nuestra andadura por aquel lugar que tantas negras leyendas ocultaba…

        A lo largo de un estrecho sendero, a ambos lados, pudimos ver que había viejas antorchas que, a escasos veinte pies unas de otras, al darles lumbre, nos iluminaban el camino. Conforme pasábamos las íbamos encendiendo una a una y, para sorpresa nuestra, conforme caminábamos, las que quedaban tras nuestros pasos, se apagaban por si solas… 

        Una suave brisa nos daba en la cara y, por lo que presagiábamos, nos auguraba que la salida estaba cerca, o eso pensábamos…

        Dos largas horas caminamos por aquel pasadizo hasta llegar a lo que jamás hubiéramos imaginado si nos lo hubieran contado:

        El estrecho pasadizo se abrió dando paso a una gran sala donde se escuchaba el chasquido de unas aguas que, cayendo de lo alto de una pequeña cascada, formaba un pequeño riachuelo que mojaba nuestros pies.

        Sin saber cómo y de dónde llegó, de una antorcha que se encontraba a la entrada de la gran sala fue reavivando su llama que iluminaba lo que jamás antes habíamos pensado que pudiera existir…

        Estábamos en lo alto de una pequeña loma que daba paso, por una escalinata de tallada piedra, a un nuevo mundo donde unos seres nos contemplaban, desde abajo, con gran asombro.

        Quedamos anonadados al ver lo que estaba a nuestros pies…

        Una voz nos invitó a que bajásemos por la escalinata de piedra que teníamos a nuestra derecha hasta llegar a un peldaño que tenía forma de media luna.

        La voz nos dijo que ahí debíamos esperar a que la pasarela de madera que unía con el otro lado de la escalera cerrara su trampilla central y nos permitiera cruzarla para seguir bajando hasta donde estaban esos seres…

        La bajada era digna de haberla gravado en un móvil.

        Al ir bajando, cada escalón se iba iluminando, uno a uno, con los colores del arco iris, los mismos que siempre habíamos visto en el cielo y que, ahora, los teníamos ante nuestros pies.

        Llegando al último escalón, que era tan redondo y rugoso como una calabaza, todo él se iluminó con todos los colores del arco iris dando luz a aquel lugar inimaginable para el ojo humano.

        Una dulce y cálida voz nos invitó a que contemplásemos el efecto que hacía aquel piso en lo alto de la bóveda del lugar.

        Como si de una vidriera se tratara, toda la bóveda estaba iluminada dejando ver lo inmenso que era aquel lugar.

        Pudimos contemplar unas pequeñas cuevas que, alrededor la bóveda, se iluminaban de distintos colores y a distintas alturas. Eran las humildes moradas de los seres que allí vivían…

        La dulce voz se escuchó nuevamente…

                 “No temáis, venid hasta donde estoy”

        Lo que antes era un piso de distintos colores se apagó repentinamente dejando un único color plateado que nos indicaba el camino que nos llevaría hasta una gran plaza donde nos esperaban aquellos diminutos seres…

        Conforme caminábamos por aquel sendero, sentíamos una paz que jamás antes habíamos tenido. Era como si estuviéramos en el cielo, caminado entre nubes que nos llevaban a un lugar del que muchos no desearían dejar nunca…

        Llegados ante aquellos seres, fuimos rodeados por no más de sesenta, una pequeña representación de los miles que habitaban el lugar.

        Bentor, el jefe del poblado, el hombre de la blanca barba y vestimenta de color azul púrpura, nos recibió con un cariñoso abrazo que, sin tocarnos, nos llegó al corazón.

— Veo que venís de ese mundo que no nos dejan pisar –les dijo con una tierna y simpática sonrisa–.

— ¿No os dejan? –pregunto Benayga con extrañeza al ver lo cariñosos que eran todos ellos–.

— No nos dejan los Dioses –respondió Cazalt–, la mujer de Bentor.

— No lo entiendo –dijo Benayga–. No veo por qué no podéis vivir entre nosotros si sois maravillosos…

— No podemos vivir entre ustedes porque somos duendes. –dijo Magec–, el hechicero. Los Dioses nos dijeron que si viviéramos entre ustedes el mundo sería diferente y eso, a los Dioses, no les interesa…

— ¿No les interesa? –nuevamente preguntó Benayga–, encogiendo sus hombros…

— Nos dijeron que, para nosotros, era mejor que viviéramos ocultos y que sólo nos dejásemos ver cuando fuera preciso –comentó Cazalt–. Somos seres llenos de grandes cualidades que los humanos no sabrían apreciar y nos podrían hacer daño, mucho daño.

— Si esa es la voluntad de los Dioses, sea –dijo Acaymo–. No somos quienes para llevarles la contraria…

— ¿Qué os trae por estos lares? –preguntó Bentor–, acariciándose su barba, como dando a entender que sentía cierta curiosidad.

— Venimos huyendo de las Harimaguadas que habitan en “Tigota” el Tamogantes de mi aldea. Queremos vivir nuestro amor –dijo Benayga abrazando a Acaymo–. No quiero ser una Maguada como pretenden mis padres que lo sea.

— Aquí nadie os buscará –les dijo Cazalt–. Nadie que entrase por aquel pasadizo con malas intenciones podría llegar jamás hasta nosotros. Solo los puros de corazón lo consiguen, como vosotros…

— Nuestra intención es vivir unidos y felices –comentó Acaymo–. Lejos de la tiranía y de las malas gentes que nos rodean en nuestro mundo.

— Cazalt, nadie que entrase por el pasadizo con malas intenciones llegaría hasta aquí, ¿cómo lo vais a impedir? –preguntó Benayga mirando a lo alto de la gran sala, al lugar por donde habían llegado.

— La escalera que habéis bajado hasta la pasarela esconde algo que no habéis visto por la luminosidad de los escalones –dijo Cazalt–. Si llegasen seres malvados, los escalones no se iluminarían, tendrían que bajar con la luz de sus antorchas y ahí comienza el gran terror al que se someterían…

— Me está entrando miedo –dijo Benayga–. Una fría sensación recorre todo mi cuerpo al oírte…

— No temas –dijo Bentor–. A ustedes no les va a pasar nada porque ya lo cruzaron y sabemos que son gente de buenas intenciones.

— ¿Podemos saber qué es lo que esconde esa pasarela? –preguntó Acaymo–. CONTINUARÁ…    

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Florentino López Castro

Florentino López Castro

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