Ha transcurrido alrededor de un siglo desde que mujeres como Concepción Arenal, Clara Campoamor, Victoria Kent, o nuestra – todavía poco conocida y menos valorada- Mercedes Pinto, ante el rechazo de una sociedad machista y la incomprensión de la mayoría de las mujeres españolas, se empeñaron en que el acceso a la cultura de la mujer no debía quedarse en lo que en su época se le dominó como ´la doma´. Aquella doma que preparaba a las mujeres de clase alta -porque a las de las clases más deprimidas ni eso- para ser las esposas educadas y sumisas que, dos pasos detrás de sus maridos, eran convertidas en meros objetos de deseo y en dianas de miradas discretas, preñas de libido o de envidia, según fuera el caso.
Sí, ha transcurrido algo más de un siglo desde que, gracias a Concepción, a Clara, a Victoria o a Mercedes, entre otras, las mujeres españolas comenzaron a negarse a ser domadas. Algo más de un siglo, con más oscuros que claros, donde la senda que conduce a la igualdad ha estado, y lo sigue estando, jalonada con la de sangre y el sufrimiento de las que se quedaron en el camino.
Y es que, a pesar de que llevamos más de una centuria de lucha por la igualdad, un sector de la sociedad española sigue creciendo alimentado por una cultura machista que se niega a permitir que la mujer deje de ser domada, utilizando en muchas ocasiones -demasiadas diría yo- la violencia y el asesinato para impedir el derecho que tiene la mujer para romper con las normas culturales que les niegan la igualdad.
Ahora que está próximo el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, creo que es momento de comenzar a eliminar todas las manifestaciones culturales trasnochadas y anacrónicas que, desde la infancia, promueven cualquier conducta que conlleve desigualdades entre las personas. Desigualdades que, se me antojan, están en la base de la violencia, sobre todo contra la mujer.
José Juan Sosa Rodríguez