Alfonso Merlos: «El derecho a la salud, mucho más que una cuestión de humanidad»

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En estos días de Navidad somos propensos a desearnos los unos a los otros lo mejor, a acordarnos especialmente de quienes nos faltan y, en algunos casos, a ponernos en la piel de las personas que sufren privación de su libertad, especialmente de aquellas que la padecen sin haber sido condenadas, esto es, quienes ingresan en prisión cautelarmente y sin juicio.

No creo que sea discutible el hecho de que la altura ética de una sociedad se puede medir, también, por el trato humano que procura a sus reclusos y, concretamente, por la preocupación por su salud en un sentido integral y por su atención sanitaria. Hace unos meses la Organización Médica Colegial (que agrupa a todos los colegios médicos de España) y la Sociedad Española de Sanidad Penitenciaria entregaban al Defensor del Pueblo un informe con durísimas críticas al sistema de atención sanitaria a los internos de las prisiones españolas.

El documento constataba que la salud de los encarcelados está “extraordinariamente más deteriorada” que la de quienes viven en libertad. Y añadía que pese a que la legislación española obliga a la Administración a “garantizar la salud” de las personas presas, “el Estado no lo hace”.

Somos ciudadanos que disfrutamos de un Estado de Derecho en el que operan centros penitenciarios en los que no se tortura a los internos, en los que los reclusos no pueden ser penados con la muerte, y en los que no se les somete a daños o riesgos desproporcionados. Todas estas acciones, aborrecibles e inconcebibles, están proscritas en la sanidad penitenciaria. Pero el campo de la ética tiene un horizonte mucho más amplio que el de la ley, abarcando el deber de respetar escrupulosamente la totalidad de los derechos humanos de los internos en su condición de pacientes; y las democracias deben manifestar cada día un empeño real y prioritario por cumplir con esos deberes.

Como se ha señalado desde la Cátedra de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia, las condiciones en las que se desarrolla la atención sanitaria en las prisiones son muy particulares: “los pacientes tienen limitadas algunas de sus libertades por razón de su condena[en ocasiones sin ella]; no tienen capacidad real de elegir médico, ni de pedir una segunda opinión; viven en un régimen cerrado, permanentemente vigilados, y en un clima de escasez de ilusiones y abundancia de ansiedad, depresión y conflictos comunitarios. Todas estas circunstancias constituyen verdaderos factores de riesgo para la salud”.

En este clima, siempre peculiar y a veces sofocante, puede resultar más difícil respetar los derechos del recluso-paciente: “no es que los profesionales de la sanidad en las cárceles tengan menos sensibilidad para respetar los derechos; es que, al trabajar en un clima hostil, resulta más difícil salvaguardar algunos de esos derechos”; y ello, considerando que “los profesionales de la sanidad penitenciaria tienen que velar por que no se produzca ningún tipo de desigualdad en la atención sanitaria que reciben los presos con relación a la que reciben los demás ciudadanos”.

En el caso de la prisión canaria de Juan Grande, y del empresario hispano-ruso ya jubilado, Vladimir Kokorev, ‘el dossier humanitario’ de sus condiciones de reclusión está alcanzando cotas alarmantes. Son las que han llevado a abrir expediente a esa prisión preventiva (fijada y mecánicamente prorrogada) que se prolonga durante 28 meses para una persona enferma a la Fiscalía General del Estado, y en paralelo al Comité de Peticiones de la Unión Europea.

Kokorev, acusado de ser supuesto testaferro de Teodoro Obiang, de 65 años y tremendamente castigado por las sucesivas prolongaciones carcelarias, padece diabetes, sufre desmayos ocasionales debido a su desgaste físico y psicológico. Pierde con frecuencia la movilidad en una pierna. Sus problemas de circulación son graves. Sufre fuertes dolores torácicos y falta de aire. Con cardiopatía isquémica asociada a una arteriosclerosis, hace años tuvo un infarto, poco antes de su ingreso cautelar dictado por la jueza Ana Isabel de Vega (del Instrucción nº5 de Las Palmas) tuvo un ictus, y su tensión en la celda pocas veces baja de 180/110, viéndose obligado a tomar nitroglicerina cuando siente dolores relacionados con el corazón.

Tiene pleno sentido que las más altas instituciones estatales y europeas cuestionen la dureza excesiva (y presuntamente ilegal) a la que está siendo sometido este ciudadano español. En democracia, las Constituciones establecen y las propias Cortes Constitucionales han hecho hincapié de forma invariable en que la población reclusa no pierde el derecho a la salud al cometer un delito, menos aún cuando hay presuntos delitos por juzgar. Cuando una persona es detenida pierde algunos de sus derechos y otros le son restringidos momentáneamente. Pero nunca pueden ser suspendidos o conculcados aquellos que se relacionan con la dignidad humana. No es una cuestión de caridad o de beneficencia. Es un caso de Justicia, ese principio moral que, sin reservas, debe inclinar a obrar y juzgar respetando la verdad y dando a cada uno lo que le corresponde.

Alfonso Merlos, periodista y doctor en derecho

Florentino López Castro

Florentino López Castro

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