«De choros y cartundas»

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A finales de los años 60’, ir al vampiro, para muchos estudiantes universitarios de Madrid, sobre todo aquellos que vivíamos en pisos colectivos o en colegios mayores, era ir a donar sangre; lo que hacíamos con la frecuencia permitida pues, además del acto altruista, te daban un vale de desayuno para la cafetería del hospital y una bonificación de 500 pesetas que venía muy bien como ayuda financiera a la ruina económica habitual. La única restricción es que se tenía que pesar un mínimo, en lo que no solía haber problema, y siempre llevar tu carnet de donante, con el DNI, para garantizar que cubrías el descanso mínimo obligado.

Así, estaba una mañana esperando mi turno en el vampiro, cuando entró un tipo muy delgado, que, para pesarse, se negó a quitarse la gabardina que llevaba. La enfermera mosqueada le hizo bajar de la pesa exigiendo que le entregara la gabardina, cuando lo hizo y se la entregó, ante las sonrisas alucinadas de los que esperábamos, sacó del bolsillo un pesado ladrillo. La enfermera, indignada, lo rechazó y entonces el tipo aquel se dirigió hacia mí y se sentó a mi lado.

Me dijo que no había desayunado y le dije que esperara, que cuando yo terminara le daría mi vale de desayuno. Entonces, animado, se puso de palique y me contó que acaba de salir del maco (cárcel, de Carabanchel supuse), pero que no creyera que era un vulgar choro (delincuente, entendí por el contexto), sino que él era un cartunda (carterista, me explicó), que entre los choros, me aclaro, los cartundas eran los más finos y elegantes, gente distinguida, vamos. Incluso me contó la primera vez que le detuvieron -en el andén del metro, estación de Banco, si mal no recuerdo-, a finales de los 40’, -por aquellos entonces, yo nací-, cuando él llevaba puesto unos elegantes pantalones bombachos, con los bajos rellenos de carteras que se esparcieron por el andén al ser registrado por la policía. El tipo era locuaz y encantador.

Acabada la donación, le di como quedamos el vale de desayuno y le acompañé en la cafetería durante su desayuno, yo ya había desayunado pero me pareció descortes no hacerlo. Cuando terminó me despedí y creo que le di un billete de 20 duros.

Nunca más lo vi, pero el otro día le recordé al ir a comprar en importantes comercios de Canarias -que no nombraré pues me da corte, o media tontería, y otros casos-, y ver como pretendían cobrarme para muchos productos, el mismo precio que tienen esos productos como precio recomendado en la red, y en sus propios centros sucursales de la península; donde esos productos tienen en su precio de venta al público un 21% de IVA.

Yo argüí al intentar la compra que al final no hice, claro, que en la península el IVA incrementa el precio final en ese 21%, pero que en Canarias debe ser descontado e incrementado el resultado en un 6.5 % del IGIC y, en cada caso me ofrecí a ayudarles, por si no sabían hacer el cálculo.

Bastaba multiplicar el precio por 106.5 – por 107, cuando nuestros insaciables políticos locales lo suban-, y dividir por 121, para obtener el precio equivalente en Canarias (o, lo que es lo mismo, por 0.88 el precio de la península para obtener el equivalente en Canarias).

Quise salvarles de la vergüenza de estarse apropiando de un dinero destinado a un impuesto aquí inexistente y cobrando un sobreprecio injustificado a sus cautivos clientes canarios. Los más cínicos me dijeron qué así era, y los más caraduras que había un sobrecoste de transporte. A estos últimos les callé recordando que también está subvencionado el transporte.

Sí, recordé al flaco cartunda, preguntándome como clasificaría a estos en su peculiar taxonomía de los choros. Cierto que muchos comercios canarios no entrarían en esta clasificación. Descubrirlo es fácil, y el que compra sabe cómo calcular el precio equivalente.

Ismael García-Romeu Díaz de la Espina

Florentino López Castro

Florentino López Castro

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