El exjuez Salvador Alba camina por la delgada línea del tercer grado penitenciario, ese curioso invento español que permite a un condenado salir de prisión a trabajar o buscar empleo, pero regresar cada noche a dormir entre barrotes. Es la fase en la que el sistema confía —al menos en teoría— en que el reo está listo para ensayar su reinserción.
Pero claro, la teoría y la práctica no siempre coinciden. En la práctica, Alba se ha encontrado con algo peor que los barrotes: el rencor eterno de quien fue su enemiga en los tribunales. Y ese rencor es mucho más férreo que cualquier cerradura de prisión.
Porque lo que el sistema penitenciario ve como un derecho —intentar volver a ganarse la vida—, su adversaria lo interpreta como una amenaza. Según ella, que Alba se pusiera una toga de abogado no sería solo un problema personal, sino un peligro para cualquier cliente que confiara en él. Una manera elegante de decir: “Este hombre no tiene derecho a reinsertarse”.
La ironía es sangrante. Un país que se llena la boca hablando de reinserción, que presume de un modelo penitenciario garantista y moderno, que hasta en foros internacionales pone como ejemplo su política de segundo grado, tercer grado y libertad condicional… resulta que cuando se trata de Alba, todo eso desaparece. Lo que vale para otros, no vale para él.
Aquí no manda la ley, manda el resentimiento. Y ese resentimiento funciona como una cadena perpetua no escrita. La condena judicial tiene fecha de caducidad, pero la condena personal parece eterna. La justicia lo castigó; el odio lo quiere mantener crucificado.
Alba intenta levantarse, dar un paso, aunque sea pequeño. Pero cada vez que lo intenta, aparece el recordatorio: “De ti no se fía nadie. Ni aunque cumplas, ni aunque trabajes, ni aunque te rebajes”. Es la figura del apestado moderno, alguien al que se le niega la redención porque su nombre está marcado a fuego en el imaginario de su enemiga.
Y uno se pregunta, con un poco de sarcasmo: ¿para qué sirve el tercer grado, la reinserción, los programas de rehabilitación? ¿Acaso no sería más honesto decir: “En este país creemos en las segundas oportunidades… salvo que tu apellido sea Alba”?
El caso se convierte así en un símbolo perverso: la justicia dictó sentencia, pero el odio escribió otra, más dura y más larga, sin derecho a recurso. Y al final, el exjuez vive en un limbo extraño: medio libre por la ley, pero totalmente prisionero del rencor.
Quizá ese sea su verdadero castigo: no las paredes de la cárcel, sino las paredes invisibles que levanta un enemigo que no olvida. Y en esas condiciones, más que tercer grado, lo que sufre Alba es un grado superior, inventado y cruel: el grado del odio perpetuo.
Juan Santana, periodista y locutor de radio
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2 comentarios en ««ALBA: CONDENADO POR LA JUSTICIA, SENTENCIADO POR EL ODIO»»
Miss Aeropuerto y Polankito Sosa,odian todo aquello que no sean ellos mismos.
Hay Juanito como se ve el plumero en tu defensa del juez corrupto, ni la inteligencia artificial que te hace sus artículos te exime de tu corruptela. Aprende a escribir por ti mismo.