Hay batallas judiciales que terminan en los tribunales. Otras, en cambio, se enquistan en el alma, se atrincheran en el ego y se eternizan en las redes sociales. El conflicto entre la jueza Victoria Rosell y el exjuez Salvador Alba hace tiempo que dejó de ser un asunto procesal. Es ahora un ajuste de cuentas que ya no se libra en los juzgados, sino en el terreno pantanoso de la inquina institucionalizada.
La última ofensiva protagonizada por Rosell raya lo inquietante: ha solicitado formalmente al Colegio de Abogados de Las Palmas —y al propio Consejo General de la Abogacía— que se impida el ejercicio profesional de Alba como abogado. ¿El motivo? Su condena penal por prevaricación, que incluye inhabilitación judicial como “MAGISTRADO” hasta 2039. Hasta ahí, podría parecer un debate jurídico razonable. Pero el problema no es la norma. El problema es quién la invoca, por qué la invoca y desde dónde lo hace.
Victoria Rosell no es una ciudadana más. No es una abogada colegiada preocupada por la ética de su gremio. Es la víctima directa —y también la parte enfrentada— de Salvador Alba en un proceso judicial y político que ha marcado la última década de la justicia canaria. Es también exdiputada, exdelegada del Gobierno contra la Violencia de Género, y actual magistrada. Es, además, la única persona que ha presentado una denuncia formal contra la colegiación de Alba. Y eso lo cambia todo.
Porque lo que en manos neutrales podría ser una cuestión de procedimiento, en manos de Rosell se convierte en una vendetta revestida de legalismo. No estamos ante una legítima defensa de la dignidad de la abogacía, sino ante la prolongación de un conflicto personal a través de las instituciones. Y eso, en democracia, es profundamente peligroso.
Salvador Alba ha sido condenado. Está pagando con cárcel. Ha sido expulsado de la carrera judicial. Está inhabilitado como MAGISTRADO Tiene antecedentes penales. ¿Cuántas veces hay que pagar por un delito en este país para que se te permita volver a respirar? ¿Desde cuándo la pena impide al ser humano el derecho a reconstruir su vida?
La defensa del Estado de derecho no puede basarse en la aniquilación social del adversario. Y menos aún cuando esa aniquilación es dirigida por alguien que tiene nombre, apellidos, poder y sed de revancha. Porque entonces, lo que se produce no es justicia. Es una caza institucional, una especie de cadena perpetua moral dictada desde el púlpito del resentimiento.
Si se acepta que un condenado no puede ejercer como abogado, habrá que hacerlo bajo criterios objetivos, transparentes, revisables y sin intromisiones personales. No a golpe de tuit, ni por presión de una exdiputada con agenda política. Porque si hoy es Alba, mañana puede ser cualquiera que disienta del poder dominante.
El silencio de las instituciones ante esta cruzada resulta aún más preocupante. Nadie levanta la voz. Ni el Colegio de Abogados, ni el Consejo General, ni los defensores de los derechos humanos que tanto hablan de reinserción. La lógica parece ser: si el condenado es políticamente incómodo, que se hunda. Y si quien empuja es Rosell, mejor no molestarla. La coherencia, al parecer, es opcional.
Este editorial no pretende lavar la imagen de Salvador Alba. Ni blanquear sus errores. Pretende señalar con firmeza que la ley no es un garrote para saciar venganzas personales, y que la democracia se debilita cuando quienes han ostentado poder político, judicial y mediático convierten la justicia en una vendetta de por vida.
Porque, al final, lo que está en juego no es el futuro profesional de un exjuez caído. Lo que se dirime aquí es si el Estado de derecho pertenece a todos o solo a quienes tienen la fuerza —o el odio— suficiente para moldearlo a su antojo.
Y llegados a este punto, cabe preguntarse con toda seriedad:
¿Puede considerarse esto un delito continuado de odio por parte de Victoria Rosell? ¿Puede un ciudadano, por muy condenado que esté, ser perseguido públicamente de forma sistemática, sostenida y con evidente animadversión personal, sin que exista consecuencia legal alguna para quien lo promueve desde una posición de poder?
La respuesta, quizá, también debería pasar por los tribunales. Pero esta vez, para quien usa la justicia como látigo personal.
Juan Santana, periodista y locutor de radio
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