– ¿Qué pasa?… ¿Por qué hemos parado? –preguntó Paco.
-Me parece haber oído ruidos, -dijo Pepe. Vienen del otro lado de la cueva…
Guardaron silencio y agudizando el oído pudieron escuchar como el lento caminar de al menos diez o doce…
-Se escuchan pasos, -dijo Yerai.
– ¡Es cierto!, -exclamó Juan. Vienen del otro lado de la cueva…
Dos pasadizos dividían la cueva. Por uno, entre hierbas y rocas, manaba el agua que, en el interior formaba el riachuelo que seguía al exterior. El otro, más oscuro y tenebroso, dejaba ver, al fondo un resplandor… unas luces que se reflejaban en las paredes y en el techo de la cueva…
– ¡Estad todos preparados…! Coged lo necesario para protegernos… por lo que pueda suceder, -dijo Paco agarrando fuertemente una bolsa llena de mosquetones que llevaba colgada de su cinto.
Anduvieron unos metros en completo silencio ascendiendo por un lateral y guiados por el resplandor de aquellas misteriosas luces llegaron a un balcón natural de roca desde donde se divisaba el fondo de la cueva. Asomándose con cautela, pudieron ver con asombro lo que ni en sueños podían imaginar.
A sus pies, en un lateral de la cueva había un pequeño altar de piedra con una cruz en el centro rodeada por velas encendidas y, en un extremo, la figura de una mujer de mediana estatura.
-Veis lo que yo veo, -dijo Pepe en voz baja…
-Sí, lo vemos, -dijeron todos asombrados…
-Esto no puede ser verdad, -dijo Yerai.
-Pues… lo es, -dijo Paco, no son alucinaciones tuyas, lo estamos viendo todos.
Un paso en falso de Anselmo hizo que se desprendieran unas piedrecillas y rodaran por la pared hasta llegar a los pies de uno de los encapuchados que, al percatarse giró su cabeza para ver qué ocurría.
Todos quedaron paralizados, sin saber qué hacer ni qué decir. Era una situación comprometida, muy embarazosa la que estaban viviendo.
El encapuchado alzó la mirada al lugar donde estaban, los miró fijamente uno a uno y con una leve inclinación de cabeza los saludó.
Anselmo, con todo el cuidado que pudo y sin moverse del sitio hizo lo posible para fotografiar todo cuanto allí estaba sucediendo.
Aquellos encapuchados estaban postrados en el suelo… rezaban… y entonaban cantos que sonaban a gregoriano.
Durante dos largas horas estuvieron rezando, unas veces postrados en el suelo… otras, sentados sobre unas piedras… otras, de pie y haciendo movimientos de cabeza en señal de saludo unos a otros.
En el centro estaba uno de ellos que, alumbrado por dos ciriales, leía unos manuscritos de gran tamaño y entonaba los cánticos para que los demás le siguieran.
Esperaron a que los encapuchados terminaran sus rezos, sus cánticos y a que salieran de la cueva en perfecta formación y en silencio.
Sólo se escuchaban los pasos de sus descalzos pies por aquel estrecho pasadizo que les conducía al exterior.
Por una rampa bajaron del balcón hasta llegar a aquel altar y contemplaron atónitos lo que había ante sus ojos.
La cruz era de piedra, de una sola talla. Una imagen de una mujer estaba en un altillo. No tenía pintura alguna, era toda ella también de una sola talla, sólida y tenía la cabeza ligeramente inclinada.
Anselmo no dudó en hacer cuantas fotos pudo a todo lo que veía: La Cruz, la figura de mujer, el altar, las piedras… que parecían sillas… y todo lo que allí había.
El lugar olía a incienso, a velas recién apagadas y un poco a humedad.
Encendieron sus linternas y contemplaron algo insólito: estaban ante una capilla que utilizaban aquellos extraños encapuchados de negras y largas capas.
-Deben ser de alguna secta, -dijo Pepe sin dejar de mirar el lugar donde estaban.
-Vete tú a saber, -exclamó Yerai. A saber, quiénes son, de donde vienen, y qué tipo de prácticas hacen en este lugar.
– ¡Somos monjes ermitaños!… se escuchó tras ellos…
Volviendo las cabezas al lugar de donde venía la misteriosa voz, vieron en la penumbra de un pasadizo, la figura de un encapuchado que los miraba fijamente.
Paco, que era el que más próximo estaba al encapuchado dio un salto al verlo erguido e inmóvil frente a ellos.
– ¡Por Dios! Que susto me ha dado… -exclamó Paco.
-No tengan miedo de nosotros, -dijo el encapuchado. Somos gente de bien y no hacemos daño a nadie.
-No tenemos miedo, -dijo Yerai, lo que pasa es que no imaginábamos que había ahí alguien…
El encapuchado dio unos pasos hacia ellos y quitándose la capucha dejó que todos pudieran ver su rosto, su figura: era la de un hombre robusto, algo mayor, de ojos claros, piel arrugada… y llevaba una larga barba blanca. Su cabeza estaba totalmente rapada.
-Soy el Maestro de Novicios del Monasterio que está entre las dos montañas gemelas que, desde donde están ustedes acampados, habrán podido ver esta mañana cuando han llegado.
– ¿Nos han visto? –preguntó Pepe.
-Uno de nuestros monjes que recogía la miel de los panales que hay cerca de donde ustedes están acampados los ha visto llegar y montar su campamento, -dijo el monje.
-No sabíamos que en estos parajes hubiera un Monasterio, -dijo Juan. No viene señalado en el mapa, como tampoco vienen reflejadas las dos montañas gemelas…
-No, no está reflejado en ningún mapa, -dijo el monje.
-Pues no lo entiendo, -dijo Pepe. Este mapa está actualizado y debería señalarlo.
El monje les invitó a salir de la cueva por el pasadizo que él y los demás monjes habían utilizado para entrar. El pasadizo era recto, sin curvas, liso y sin alteraciones en las paredes que dieran la impresión de haber sido construido o cavado recientemente. Era de una altura aproximada a tres metros y en forma de u invertida. Eran unos cuarenta metros desde el interior de la cueva al exterior.
A la salida de la cueva quedaron perplejos al contemplar lo que sus ojos jamás hubieran imaginado ver.
Entre las dos montañas gemelas había un sendero que los conduciría a un antiguo castillo que los monjes habían habilitado para ser su morada.
El monje les invitó a que fueran con él. Era un lugar algo extraño y a la vez lleno de silencio y paz. Se respiraba un aire tan puro y fresco que ninguno podía imaginar los misterios que ocultaban aquel lugar.
En dos filas esperaban los encapuchados, uno tras otro, aguardando que el monje les diera la orden para dirigirse a sus estancias.
-Quiero que conozcan a Monseñor Eleazar, nuestro Padre Prior, -les dijo. Es un gran hombre lleno de sabiduría, afecto y bondad.
-Será un placer conocerle, -dijo Yerai.
Anduvieron un corto camino hasta llegar a la plaza del castillo. En lo alto de una escalinata de piedra vieron la figura de un esbelto monje que les miraba e invitaba a subir hasta donde estaba.
-Subid… -dijo el monje. Sed bienvenidos a este santo lugar.
-No llego a entender qué hacen ustedes en este recóndito lugar, -dijo Yerai.
-Somos una comunidad de monjes ermitaños, -dijo el Prior. Vivimos nuestra Vida Contemplativa por y para Dios alejados del mundo al que ustedes pertenecen…
-Este lugar es muy hermoso, -dijo Paco. Lástima que no podamos quedarnos… Tenemos que regresar con nuestros compañeros que nos esperan en el campamento al otro lado del valle…
-Lo sé, -dijo el Prior. Pero sé que cuando lleguen y cuenten lo que están viendo a sus compañeros, éstos no dudaran en querer venir y volverán todos juntos.
-Muy seguro está usted de sus palabras, -dijo Paco.
-Verán que es como yo digo… -dijo el Prior. Es la voluntad del altísimo… que así lo ha dispuesto… -dijo elevando su mirada al cielo a la vez que se signaba.
– ¿Puede decirnos cuantos son los miembros de esta comunidad? -preguntó Pepe.
-Somos un total de cincuenta y tres miembros, -dijo el Prior. Diecisiete monjes somos sacerdotes, de los que tres ocupamos cargos de responsabilidad: Prior, Maestro de Novicios y el Capellán. Tenemos actualmente veinte hermanos conversos llegados de todo el mundo y trece novicios.
– ¿No hay mujeres? –preguntó Paco.
– ¡Qué burro que eres! –exclamó Juan. ¿Tú no sabes que en una clausura de hombres las mujeres no pueden estar?
-Paco no ha visto el cartel que hay en lo alto de la puerta, -dijo Yerai… ese que dice “CLAUSURA”.
– ¡Y yo qué sé!… –exclamó Paco. Yo de esto no entiendo nada. Un lugar tan grande y lleno de estancias… la limpieza… debería hacerla una mujer, digo yo…
– ¿No va a misa los domingos? –preguntó el Prior a Paco.
-La verdad es que no soy mucho de ir a misa… lo justo y necesario y cuando a Mónica se le cruzan los cables y me obliga a ir –dijo Paco encogiéndose de hombros.
– ¡Mira que eres animal! –dijo Anselmo.
– ¡Chico!, lo mío es trabajar y trabajar… y no pierdo el tiempo en otros asuntos que no me llaman especialmente la atención –replicó Paco.
-Les invitaría a que se quedaran a cenar con nosotros, pero imagino que tendrán que volver con sus compañeros que los estarán esperando –dijo el Prior. Nosotros cenamos a las seis, rezamos en nuestras celdas y nos acostamos a las ocho para luego levantarnos a las doce y rezar nuevamente hasta las tres de la madrugada y volvemos a dormir hasta las siete de la mañana.
-Gracias… pero debemos regresar al campamento. Seguro que Iñaki y Pablo estarán impacientes y no debemos demorar más tiempo nuestro regreso –dijo Juan.
-Vénganse todos mañana: les invitamos a que convivan con nosotros unas jornadas –dijo el Maestro de Novicios.
-Será un placer –dijo Anselmo. Así lo haremos.
Uno de los hermanos conversos, el portero, nos acompañó un trecho del camino para que supiéramos por donde teníamos que volver. Era un recorrido estrecho que atravesaba un denso campo repleto de altas plantas que casi lo ocultaban.
– ¿Qué os ha pasado que tardabais tanto? –preguntó Iñaki al vernos llegar al campamento.
-No os la vais a creer –dijo Yerai. Venimos de un viejo monasterio habitado por unos monjes ermitaños que está detrás de las dos montañas gemelas.
-Yerai… me da miedo oírte decir eso –dijo Pablo. ¿Ya estás otra vez con tus fantasías?
– ¡No! –exclamaron los demás. Esta vez dice la verdad porque lo hemos visto todos y es alucinante lo que os tenemos que contar… lo que nos ha pasado desde que os dejamos a mediodía…
-Vamos a comer algo y nos lo contáis mientras tanto, que la cena ya está lista –dijo Pablo.
-Yerai, para una vez que dices la verdad van y no te creen –dijo Anselmo un poco irónico.
-Nada, no pasa nada –dijo Yerai, mientras de reojo miraba a Pablo que le observaba.
– ¿Y qué tal esa mini aventura que decís habéis vivido? –preguntó Pablo mostrando gran interés en saber qué le iban a decir.
-Ha sido emocionante –replicó Paco.
-Sí, la verdad es que no esperábamos encontrar algo parecido –dijo Pepe.
-Bueno, pues contadnos mientras comemos, que la sopa se enfría –dijo Iñaki.
Uno a uno fue relatando, a su manera, lo que…
Continuará…
Javier Martí, escritor valenciano afincado en Telde y colaborador de ONDAGUANCHE
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