«¿Responsabilidad o culpa?»

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“Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos. Sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir” (José Saramago en «Cuadernos de Lanzarote»)

Cuando utilizamos los términos de responsabilidad y culpa, lo solemos hacer como si ambos fueran sinónimos. Pero en realidad no lo son.

«Es que no quiere reconocer que la culpa es suya»,  es la frase que utilizamos cuando, por ejemplo, en un accidente de tráfico el otro conductor se niega a asumir las consecuencias derivadas del accidente.

Las parejas se  culpan entre si de sus rupturas, a los padres se les culpan del fracaso escolar, o de la conducta,  de sus hijos. A los jefes y compañeros los hacemos  culpables de las pérdidas económicas de la empresa. También culpamos a los políticos de las consecuencias de sus malas gestiones.  Incluso, en algunas ocasiones, culpamos al mismo Dios de nuestras calamidades terrenales. Así, tenemos tan interiorizado el concepto de culpa que, si no encontramos a un culpable, nos culpamos nosotros mismos.

De este modo,  vivimos en un mundo de culpables. Y esto, que aparentemente parece no tener consecuencias en nuestras conductas y en nuestras relaciones personales y sociales, sí la tiene.

Porque, hablar de culpa es hablar de castigo. De esta forma, la culpa del reo lo lleva a la pena, su antónimo, la inocencia, a la absolución.

Y es precisamente esa asociación culpa-castigo, la que, de alguna forma,  puede explicar lo difícil que nos resulta reconocer y, sobre todo, corregir nuestros errores. Y cuando lo hacemos, cuando reconocemos nuestros errores, suele ser por imposición. Es decir, lo hacemos motivados por algo externo a nosotros, como pueden ser el miedo al castigo o a la pérdida de una relación.

En cambio, si nos acostumbramos a responsabilizarnos de nuestras acciones u omisiones, al margen del castigo derivado del concepto de culpa, estaremos en mejores condiciones para aceptar  y corregir nuestros errores.

De esta forma, si las parejas, en lugar de culparse mutuamente del fracaso de la relación, se esforzaran en responsabilizarse de los errores que les llevaron a la ruptura, tanto el mismo proceso de la separación como  las resoluciones de los problemas  posteriores serían más fáciles, a la vez que se aligerarían  de la fuerte carga emocional  que tal situación les produce.

Lo mismo ocurre con otros tipos de relaciones, como las relaciones entre padres e hijos, relaciones entre compañeros…

Así, cuando nuestra conducta está regulada por una «motivación externa» a nosotros, como el miedo  a una pérdida o al castigo asociado a la culpa, es más difícil que reconozcamos nuestros errores, y, debido a ello, también disminuye la probabilidad de que realicemos los cambios necesarios en nuestras conductas o actitudes para enmendarlos. En cambio, si somos capaces de aceptar e interiorizar el concepto de responsabilidad, la motivación externa derivada de la culpa se convierte en una «motivación interna», mucho más efectiva  a la hora de aceptar los errores y asumir las consecuencias de los mismos.

Amigos lectores, quiero dar por finalizado este artículo de opinión con un ejemplo que les ayude a comprender  lo comentado hasta ahora: Si cuando nos subimos a nuestro coche nos ponemos el cinturón de seguridad por temor a que nos sancionen si no lo hacemos -motivación externa, impuesta por el miedo al castigo-   seguramente alguna vez se nos olvidará, y nos multarán. Pero si hacemos uso del cinturón porque estamos convencido de que es una medida eficaz para nuestra seguridad -motivación interna derivada de nuestra responsabilidad- no se nos va a olvidar usarlo, y, con ello, además de aumentar nuestra seguridad, también desaparecerá la posibilidad de sufrir una sanción.

José Juan Sosa Rodríguez

Florentino López Castro

Florentino López Castro

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