INTRODUCCIÓN.
Mientras muchos celebraban la llegada del nuevo año, el 2014, entre risas y llantos de alegría, bailes, castillos artificiales y juergas callejeras, en mi casa, la mayoría intentaban dormir unas horas hasta la llegada del nuevo día, el primero del año entrante.
Mi can, sobresaltado por los cohetes e inquieto a más no poder, correteaba por la casa con sus ladridos impidiendo que, el descanso, fuera posible.
Con el fin de poder calmar al can, me senté frente al ordenador, hice que mi can se tumbara a mis pies y me puse a escribir lo que, sin yo pretenderlo, sería el tercer relato que lleva por título:
KOOLMAN Y EL CRISTO DE DROVALGRANT
Si he de ser sincero, no fue nada premeditado lo que escribí en escasas horas, no más de seis.
No sé por qué, pero me vino a la mente el Cristo que presidía el altar mayor de la Iglesia de Cristo Rey de Gandía (Valencia), magnífica obra que realizaron las hábiles manos de su escultor, mi querido amigo D. José Rausell Sanchis que, por un encargo para la recién creada Hermandad del Santísimo Cristo de la Buena Muerte, siendo los miembros de la primera junta de gobierno D. Joaquín Bellver Mollá, D. Juan Gilabert Muñoz, D. Salvador Plá Faus, D. José Sánchez Hernández, D. Francisco Alandete Bonet, y, D. Antonio Martí Lloret, que fuere el primer Hermano Mayor, le habían encargado al escultor.
Y, como siempre hacía y hago, le pedí a mi difunto hermano Juan José que, si era su deseo, me iluminara para hacer algo que llegase al corazón de quienes tienen el gusto de leer este relato.
En pocas horas nació este relato que ha llegado a lugares inimaginables para mí y que gozan, con su lectura, muchas personas que son fieles seguidores de lo que escribe este humilde escritor.
Espero que sea del agrado de todos ustedes.
KOOLMAN Y EL CRISTO DE DROVALGRANT
Seis treinta de la mañana.
El sol comienza a salir entre las nubes grises de una fría y nevada noche; la luna va dejando espacio al sol que sube y sube con ganas de reinar en su mañana.
Entre los primeros rayos y las vías de la vieja nevada estación se dibuja la silueta de un joven viajero; mientras, a lo lejos, se escucha el silbido del tren acercarse lentamente.
Una luz blanca se divisa en el centro de las vías, tomando tamaño y potencia conforme el tren va llegando a una de las paradas que tiene en el recorrido, hasta llegar a Bergen, su destino final.
Osmar, el Jefe de Estación, está pendiente de la llegada del tren que, como siempre, es puntual aun siendo un tren de madera arrastrado por la vieja locomotora de vapor que todos conocen con el nombre de Chuki-chan-chan.
Koolman, el joven viajero, ha tomado asiento en uno de los vagones del tren para realizar el viaje a las montañas y conseguir a buen precio madera de tallar, para poder terminar el trabajo que le han encomendado las gentes de su Aldea.
Koolman es hijo de Woodry, el carpintero más famoso del condado al que pertenece Drovalgrant, su aldea.
El viaje es largo.
Son muchos los pueblos que recorrer entre aquellas montañas nevadas y valles cercanos a los glaciares. Chuki-chan-chan, aunque vieja y oxidada, es lenta pero potente para hacer su ruta sin necesidad de que nadie le ayude en los tramos difíciles del recorrido.
Llegado a Bergen, Koolman es recibido por su amigo Keith, aquel que conociera en el internado de Oslo cuando de pequeños pasaron varios cursos y aprendieron las artes de tallar la madera.
Tomando el carro tirado por Kilss, el viejo caballo de fuertes y grandes patas, emprendieron el viaje rumbo a las montañas para encontrarse con Krilrino, el leñador que les tenía preparado un tronco de madera para su encargo.
Viéronse los tres y concretaron precio, que resultó ser muy asequible a lo que Koolman tenía pensado.
Hablando los tres en la serrería, Koolman se fijó en un largo tronco que estaba arrimado a una de las paredes e interesóse por él.
-Es un viejo tronco que cortamos hace meses y que, por su rara figura, lo dejamos a un lado hasta ver qué hacer con él, -dijo Krilrino.
En vez de un simple tronco de madera, más bien parecía la silueta de un cuerpo humano con el brazo derecho extendido en forma de cruz.
-¿Cuánto me cobras por ese tronco?, -dijo Koolman al leñador.
-Si te llevas ese tronco y las ramas que de él saqué, te hago un buen precio del que quedarás muy satisfecho -dijo Krilrino con una sonrisa en los labios y mirada agradecida.
-Me los quedo, -dijo Koolman con una mirada pícara y con los ojos puestos en un punto fijo de la serrería: -Prepáralos para llevármelos en el carro.
Keith asombrado por la compra guardó silencio al ver a su amigo salir sonriente de aquella serrería; no dijo palabra alguna en todo el viaje de regreso hasta la estación del tren.
-Ya me dirás para qué quieres ese tronco y esas ramas del árbol que acabas de comprar y que yo no le veo sentido alguno, -dijo Keith a su admirado y querido amigo.
-Por ahora es un secreto, -contestó Koolman. -Más adelante verás lo que pueden hacer unas manos expertas con ese tronco y sus ramas, -mientras en su mente veía reflejado unos hermosos muebles de noble madera.
De regreso a Drovalgrant, Koolman llevó sus maderas hasta la carpintería de su padre y las dejó en uno de los cobertizos que tenía para almacenar los troncos y útiles de trabajo.
A la mañana siguiente, Koolman ideó en unos cuantos papeles qué hacer con aquel tronco y sus ramas: una buena mesa y dos sillas como mínimo le saldrían con suerte, y sobrándole algo de madera del otro tronco, hasta un bonito perchero.
Consultó con su padre la idea, y con la aprobación de éste, llevó el tronco a la serrería para hacer largas tablas para su proyecto.
Mientras caminaba al lado del carruaje, oyó una misteriosa voz que le decía:
Koolman, no me cortes en tablones. Tan bello tronco no debe cortarse para hacer muebles, -dijo la misteriosa voz que sólo él escuchaba.
Los planos que llevaba en la mano comenzaron a vibrar. Se cayeron al suelo; se arrugaron de rara forma, y una potente luz dorada salía de aquellos planos; era como si la mano de Dios hubiera entrado en ellos.
Asombrado por lo vivido y escuchado, recogió los planos que estaban en el suelo, y abriéndolos contempló con asombro algo que jamás hubiera imaginado: aquellos dibujos de muebles se habían convertido en un cuerpo humano con un solo brazo, el derecho; y en su extremo final se apreciaba una mano muy curtida pero a la vez suave. También aparecía reflejado el dibujo del brazo que faltaba y marcaba con exactitud cuál de las ramas debía ser el otro brazo, el izquierdo.
Quedó perplejo, anonadado, sorprendido de lo que veía en aquellos dibujos que… una misteriosa mano había cambiado, todo el contexto de su obra inicial; bien claro le quedó que aquél dibujo sólo lo podía haber trazado Dios.
Regresó a la carpintería y colocando el tronco en lugar seguro y de fácil acceso, comenzó a dar forma a aquel tronco y rama, en un hermoso cuerpo: un Cristo como jamás se había visto en lugar alguno.
Buscó aquella rama que le faltaba para completar el otro brazo y darle la forma adecuada para que encajara en su lugar, según reflejaban los planos, y quedó tan bien encajada que nadie hubiera jurado que el brazo izquierdo era de otra rama.
El padre de Koolman al ver el cuerpo suspendido en el aire, sujeto por unas sogas colocadas con delicadeza por debajo de los brazos, quedó como petrificado, con cara desencajada, contemplando aquel cuerpo con aquel pequeño balanceo que tenía. Era de tal perfección que no admitía retoque alguno.
-Precioso, sublime, maravilloso, -dijo al verlo…
-Padre, -contestó Koolman, -no puedo explicarle cómo lo he hecho, solo sé que una misteriosa fuerza del más allá ha guiado mis manos.
-Impresionante, sólo le falta la cabeza que no la veo, -dijo el padre asombrado de lo que allí había hecho su hijo.
-Lo he intentado varias veces, dijo Koolman, pero no queda como me inspira la mente, tendré que buscar en alguna persona la imagen del rostro que imagino para plasmarlo en la madera y terminar la figura.
Pasaron semanas, meses sin que Koolman encontrara aquella cara que, en sueños, el Altísimo le había revelado.
Era una cara desencajada, llena de sufrimiento, de dolor, de amargura, y a la vez de paz, de esperanza, de amor a Dios por encima de todas las cosas.
Una mañana de un frío otoño, padre e hijo fueron al monte a cortar leña para aprovisionar la vivienda, pues se decía que el invierno iba a ser muy frío, con nevadas y posible aislamiento de la aldea.
Cortaron buena y abundante leña para el invierno.
Cargaban en sus espaldas los leños cortados y los llevaban al cobertizo junto a la casa.
En uno de los viajes que el padre hiciera a la casa cargado con la leña, sintió un dolor en el pecho tan fuerte que le hizo tirar la carga al suelo, andar unos pasos, y caer desplomado.
El dolor era cada vez más fuerte, más intenso.
No podía casi ni hablar, ni gritar y su estado era grave.
Su hijo no estaba cerca; había quedado en lo alto de la montaña cortando leña en zona desde donde no podía ver a su padre.
Aquella misteriosa mano que le ayudara a realizar tan gran belleza fue quien le avisara de lo que estaba sucediendo; dejó los útiles de leñador y bajó tan rápido como pudo a socorrer a su padre que, en el suelo y casi sin aliento, respiraba con gran dificultad.
Corrió tan rápido como pudo para avisar al médico de la aldea para que fuera a socorrer a su padre.
Por suerte para todos, lo pudieron llevar con vida al Hospital y quedó ingresado para su cuidado y curación.
Una tarde de lluvia, de frío y viento, Koolman acudió al Hospital para ver a su padre. Estaba en una habitación rodeado de máquinas que lo controlaban; era para Koolman un verdadero sufrimiento ver a su padre metido allí con tantas máquinas, pero eran necesarias para mantenerlo con vida y recuperarlo.
Siendo ya casi la hora de la comida, Koolman decidió salir al pasillo para hablar con el médico sobre la salud de su padre. De pronto, sin más, sonó una de las alarmas de la habitación: era su corazón, había sufrido un nuevo ataque mucho más fuerte que los anteriores, y en esta ocasión no había solución; su padre se moría.
Entró en la habitación y viéndolo sufrir de aquella manera tan cruel, fijose en su cara: era una cara desencajada, llena de sufrimiento, de dolor, de amargura y a la vez de paz, de esperanza, de amor a Dios por encima de todas las cosas, y recordó aquel sueño que tuvo hacía ya algún tiempo. Era la cara que buscaba, la que necesitaba, la que Dios quería para aquella imagen suya.
Llegada la noche, Woodry voló hacia el Altísimo. Dejó a su hijo inmerso en un mar de lágrimas, de desconsuelo, de incertidumbres.
Koolman salió de aquella habitación con tanta rabia en el cuerpo que no paró hasta llegar a la carpintería: tomó sus útiles de carpintero y comenzó a tallar aquel tronco de madera que había comprado.
A golpe de martillo, con la ganzúa, y bien sujeta la garlopa, repasa con fuerza la madera: corta, moldea.
Gotas de cristalinas lágrimas caen sobre aquel madero, que poco a poco va tomando forma sin él percatarse.
Llora amargamente; se desahoga con resignación.
De pronto, se fija en aquel tronco tallado que tiene delante y… ¡zas!, queda mudo, atónito con lo que ven sus ojos: aquella imagen de su padre muriendo en el Hospital era la cara del Cristo que en sus sueños había visto.
Tomando cola, clavos, martillo, limas, y útiles necesarios, colocó aquella talla: una cabeza de medidas acordes al cuerpo de aquella figura de madera dejando, concluida su obra.
Regresó con paso firme y tranquilo al hospital para hacerse cargo de su padre, recién fallecido.
Una gran tristeza se apoderó de todo su cuerpo.
Lloró desconsoladamente, gritó de rabia, de ira, de dolor por la pérdida de un ser querido.
Como era muy querido en Drovalgrant, dejó que sus vecinos y amigos vieran por última vez a su padre.
Preparó el taller en una improvisada sala de duelos donde su Cristo estaba colgado, erecto y firme ante el cuerpo de Woodry que yacía a sus pies.
Quienes pasaban a darle a Woodry el último adiós, miraban con asombro y a la vez con cariño aquella imagen tallada, sin pulir, sin barnizar, pues era de tan refinada madera que no precisara protector alguno ni terminado:
Lo tenía de por sí.
Tal fue la admiración que causó a los aldeanos aquel Cristo, que pidieron al joven escultor una talla igual para su Iglesia.
Koolman viendo el fervor que causara aquella imagen decidió regalarla a la Iglesia para que fuera admirada y venerada por los fieles.
Era feliz viendo a su Cristo colgado en el Altar Mayor de la Iglesia, pues veía cumplido dos sueños: tener un Cristo tallado por sus manos y ver el rostro de su padre reflejado en él.
Todos los años, llegadas las fiestas de la aldea, era sacado en procesión por las calles y barrios de Drovalgrant.
Cada vez eran más y más los devotos que se acercaban a rezarle: muchos decían que era milagroso, otros que te sonreía al mirarlo, y todos afirmaban que concedía los favores a quienes se acercaban con fe y devoción.
Ese año, al llegar las fiestas de Drovalgrant, procesionaron al Cristo por sus calles para que las gentes lo contemplaran y le pidieran favores.
Koolman, al verlo, lloró de alegría porque sabía que esa dulce mirada era la de su padre que estaba en el cielo con su Cristo: estaba feliz.
Aquel Cristo, al ver llorar de emoción a Koolman a su paso, le miró fijamente a los ojos y le mandó a su corazón un rayo de luz, de esperanza y de amor.
Desde aquel día, y durante algunos años, cuando llegaban las fiestas patronales, Koolman acudía fiel y puntualmente a ver a su Cristo procesionar por las calles de Drovalgrant.
Los aldeanos, al verle, le daban las gracias por aquella maravilla que habían creado sus manos y lo agasajaban con regalos.
Un año, Koolman no acudió a su puntual cita con el Cristo. Los aldeanos se extrañaron de aquella importante ausencia y quedaron desolados.
Los aldeanos preguntaron por Koolman a las gentes de otras aldeas sin obtener resultado alguno: era un gran misterio su desaparición, nadie sabía dónde estaba o donde residía; no estaba en hospitales, ni en la cárcel, ni enterrado.
Pasados unos años llegó el día del Cristo, y entre el gentío que allí se congregó, aparecieron unos monjes de largas barbas, túnicas blancas cual copos de nieve, de miradas cariñosas y fácil palabra. Las gentes se quedaron sorprendidas al verles, pues nunca hubo presencia tan distinguida en la aldea.
Uno de ellos llevaba sobre su cabeza una mitra y en su mano derecha un báculo: era el Abad Mitrado del Monasterio de Santis-Porta-Coeli. Tenía una sonrisa de paz en la cara que contagiaba a quien lo miraba.
El Señor Cura de Drovalgrant acercósele y con la debida reverencia a tan alto cargo eclesiástico le pregunto: -¿Podemos saber a qué debemos tan gran honor con vuestra presencia en esta humilde aldea?
-¿No me reconocéis?, contestó el Abad Mitrado -Soy Koolman, el hijo de Woodry.
He venido con mis monjes para que veneren, recen y acompañen al Cristo de Drovalgrant en su día, y a darle gracias porque mi padre está en el cielo junto a mi amigo Keith que murió hace unos meses.
Venimos a rezar por todas las buenas personas de Drovalgrant, y por las que hoy, ahora mismo, en este mismo instante nos están leyendo.
Por esas personas que han derramado alguna lágrima de emoción por nuestro Cristo: ese Cristo de noble madera de las altas montañas de Noruega que tallara hace años, y hoy es venerado, querido, amado y admirado por todos.
Javier Martí, escritor valenciano afincado en Telde y colaborador de ONDAGUANCHE
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Javier, como siempre has estado genial. No dejaras nunca de asombrarme.