En las llamadas democracias liberales, características en los países del primer mundo, hace décadas que la dualización social se vuelve más extrema, que la incertidumbre y la desprotección aumentan y que la desafección política se extiende. Y que, ante esa degradación generalizada, medran y avanzan los autoritarios movimientos reaccionarios. Lo más grave de esta crisis sistémica de un modelo de gobernanza que aún se dice basado en los derechos humanos y en los valores democráticos, es que se ha originado desde dentro. Pues son las actuales prácticas neoliberales de gobierno las que tienen mucha de la responsabilidad en la peligrosa dinámica que amenaza con llevar al colapso a los Estados occidentales. Y dada su relevancia geopolítica, al conjunto de las naciones.
Hay múltiples muestras internacionales de esta injustificable deriva y de su expresión hegemónica, el bipartidismo. En el parlamento español, salvo honrosas excepciones y ocasiones, cada vez más escasas, las insolentes e irresponsables maneras de actuar, la polarización partidista, las extralimitaciones retóricas y los juicios sumarios a la dignidad parlamentaria, evidencian la magnitud de la corrupción política. Porque la normalización de esas prácticas debilita la confianza ciudadana en las instituciones democráticas y en la capacidad de sus representantes para cumplir con los intereses generales; profundiza las divisiones en la sociedad y dificulta el diálogo y la búsqueda de soluciones comunes. Y al centrarse en la confrontación y la descalificación se obvian los fines constitucionales de legislar y gobernar para el bien común. Y así nos va.
Como es notorio, en España son el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Popular las organizaciones políticas que, desde poco después de la transición democrática, se han alternado en el gobierno de las instituciones centrales del Estado y de la generalidad de las autonómicas y locales. Son, también, las que han pactado la inmensa mayoría de las leyes nacionales más relevantes y, junto a sus homólogos europeos, siguen haciéndolo en la Unión Europea. Y, más allá de la actual relación mutua de “tierra quemada” que practican, comparten un mismo interés de no permitir que prosperen a sus flancos otros modelos de gobernanza, aun cuando, desde que se les acabó la época dorada de gobernar con mayorías absolutas, necesitan sumar escaños fuera y tienen que hacer concesiones a sus obligados socios.
Así las cosas, entre elección y elección, “populares” y “socialistas”, lejos de aplicarse a estar centrados en el cumplimiento de la constitución y en el servicio público, que fue lo que les hizo perder las mayorías, han elegido echar mano de algo mucho menos complicado, la retórica cínica, que consiste en desconectar las palabras que se dicen de las acciones que se hacen; en utilizar la descalificación para obtener beneficios políticos a corto plazo; y en faltar a la sinceridad y a la transparencia. Es decir: “ni comen, ni dejar comer”..
Y esa peste del “Y tú, más”, que se ha extendido al resto de los parlamentos autonómicos y locales, es la que ha provocado la desconfianza generalizada en las Administraciones públicas, en los parlamentos y en la política y los políticos, con graves consecuencias para la democracia y la participación ciudadana.
Desde luego, el propio parlamentarismo y el sistema de partidos, aún sin todo el fango que actualmente los atenaza, tienen mucho que mejorar. Y habrá que ponerse a ello, pues soluciones posibles, las hay: como promover el diálogo y la colaboración, fomentar la responsabilidad y la rendición de cuentas, reforzar la educación cívica y la cultura democrática y hacer reformas institucionales. Todas ellas precisas para cambiar la cultura política, equilibrar la representación y la gobernabilidad y gestionar la polarización.
Lo que está claro es que, vista la contumacia en perseverar en las malas prácticas, eso no lo hará la profesionalizada, irresponsable, hipócrita y faltona actual clase política. Se impone una profunda regeneración democrática en lo político, lo administrativo y lo social.
Por Xavier Aparici, filósofo y experto en gobernanza y participación
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