Efectivamente, como dice la máxima, a todo se acostumbra uno. Porque la costumbre está en la base de la adaptación al medio de los seres vivos.
Y es que la habituación, o acostumbramiento, entendido como la adaptación a un estímulo o al medio, está presente en todo los niveles de funcionamiento de los organismos . Así, a nivel sensorial, la habituación al ruido nos permite adaptarnos a un ambiente con contaminación acústica. A nivel biológico, por ejemplo, permite al organismo adaptarse a los efectos del consumo de sustancias nocivas, como el alcohol o el tabaco. A nivel conductual ayuda al individuo, sin un esfuerzo excesivo, a afrontar la mayoría de sus actividades cotidianas.
Ahora bien, que este proceso de habituación nos permita adaptarnos al medio no significa que igualmente nos proteja de los componentes dañinos de este. De tal forma que estar habituados al ruido no supone estar protegidos de sus consecuencias nocivas sobre la salud. De igual manera, estar habituados al consumo de alcohol o de tabaco no significa estar a salvo de las consecuencias adversas que, para el organismo, tienen la realización de estas conductas.
Pero en nosotros, los humanos, el proceso de habituación también se da en otros niveles superiores y más complejos. De esta forma, nos hemos acostumbrado a escuchar noticias que pueden alterar nuestro estado ánimo o nuestra conciencia, sin que, aparentemente, nos afecten. Así, nos hemos habituado escuchar, casi «con normalidad», como en nuestro país, conforme pasan los días, va creciendo la lista de las mujeres asesinadas, víctimas de la violencia machista. Ya casi no nos afectan las imágenes televisivas que nos muestran a los desplazados por las guerras, o a los adultos y niños ahogados en aguas del Mediterráneo, huyendo del terror del norte de África. Tampoco, por ser la información redundante en los medios, sentimos remordimientos cuando usamos nuestro «smartphone», sabiendo que uno de sus componentes -el coltan- es el responsable de la explotación y la muerte de muchos niños en el Congo. Las noticias cotidianas sobre las catastróficas consecuencias del cambio climático, la amenaza nuclear, las consecuencias terroríficas de los conflictos bélico, o el aumento de la pobreza y el hambre en el mundo, apenas arañan el óxido externo que cubre nuestra indiferencia.
Claro que, igual que ocurre con el acostumbramiento en otros niveles inferiores, también aquí la habituación tiene sus efectos nocivos sobre la persona y, por extensión, sobre toda la humanidad. Así, nos hemos convertido en seres menos sociales y más egoístas. Hemos perdido la empatía, el espíritu de entrega y la actitud solidaria. Nos hemos hecho más fríos y especuladores, y menos cálidos y emotivos. En definitiva, la habituación a un mundo caótico nos ha llevado -o nos está llevando- a perder todas las cualidades que, desde tiempos pretéritos, han venido diferenciado al ser humano del resto de los seres vivos. Cualidades que, no nos olvidemos, son los cimientos de la vocación social del hombre, esa que ha permitido su supervivencia desde tiempos ancestrales.
Ah, eso sí, nos estamos volviendo insensibles al sufrimiento humano, pero nuestro espíritu se sigue acongojando, perturbando, horrorizando, abochornando, inquietando y horrorizando ante la noticia -o imágenes- de una pareja que, ¡válgame Dios!, dominada por los instintos ancestrales de la procreación y de la supervivencia de la especie, o -quién sabe- representando la lucha entre el Eros y el Thanatos del bueno de Sigmund Freud, osaron cometer un crimen de «lesa humanidad», cuando echaron -o al menos se aplicaron en ello- un «casquete» en la vía pública. Claro que la hipocresía es una herramienta muy utilizada en nuestras relaciones sociales. Y así nos va, carajo. Así nos va.
José Juan Sosa Rodríguez