Era una tarde oscura, algo nublada por el mal tiempo reinante en días de otoño.
El viento soplaba fuerte por entre aquellos altos y puntiagudos cipreses. A ambos lados del camino te guiaban hasta las puertas de un viejo Monasterio que, oculto entre bosques y montañas, invitaban al recogimiento.
La silueta de un hombre se dejaba ver entre los cipreses que, empujado por el fuerte viento, se balanceaba de un lado a otro dando la impresión de que pronto iba a caer al suelo.
Desde lo alto del campanario se podía divisar el camino de cipreses que llegaba hasta el Monasterio.
Un monje estaba rezando sus oraciones en el campanario. Andaba de un lado a otro esperando el momento de tocar la campana para la oración, cuando algo le llamó la atención en el camino: fijó su mirada en aquel hombre que andaba dando tumbos y que cada vez se acercaba más al Monasterio hasta que lo vio caer desplomado ante la puerta.
Bajó lo más rápido que pudo y, avisando al hermano portero que también había escuchado el fuerte golpe, abrieron la puerta encontrando a un vagabundo tendido en el suelo, boca abajo, casi sin aliento.
Le ayudaron a levantarse y entrándolo en la portería lo sentaron en uno de los bancos del pequeño claustro y le dieron un poco de agua: esa agua que manaba de una de las muchas fuentes que abastecían al Monasterio y que procedía de las cumbres de los nevados montes cercanos.
Poco a poco el hombre fue volviendo en sí y abriendo los ojos pudo ver a los monjes que, algo asustados por su aspecto, lo miraban fijamente…
-Gracias les doy por el agua que me ha devuelto la vida -dijo el vagabundo.
-Muy exhausto vemos a usted -dijo el hermano portero. Bien se podría decir que lleva tiempo sin tomar nada…
-Sin beber y sin comer -comentó el vagabundo…
– ¿De dónde viene? -preguntó el monje…
-Vengo de tierras muy lejanas… -comentó el vagabundo respirando profundamente…
– Por sus ropajes bien se pudiera decir que es de un país muy distinto al nuestro -comentó el hermano portero.
-Vengo de un país donde los hombres buenos tenemos que huir para no ser ajusticiados por quienes no quieren que vivamos dentro de la ley y de las buenas costumbres -comentó el vagabundo…
-¿Qué país es ese…? ¿Lo conocemos? -preguntó el monje algo inquieto…
-No. No lo conocen -dijo el vagabundo. Es un lugar que está al otro lado del Océano…
-Y… ¿cómo ha llegado hasta nuestro Monasterio? -preguntó el hermano portero muy intrigado.
-La embarcación en la que viajaba naufragó hace unos días en las costas cercanas a la gran Ciudadela que dista unos cientos de leguas de este lugar -comentó el vagabundo mostrando un pergamino de piel que portaba en el pecho.
-Ese pergamino es muy antiguo -dijo el monje… Por lo que representa bien pudiera decirse que fue dibujado hace mucho tiempo…
-Sí, así es… -dijo el vagabundo.
-Pero… ¿cómo lo tiene usted…? -preguntó el monje.
-Este pergamino no es mío -dijo el vagabundo. Lo recogí de entre las pertenencias a unos náufragos que habían quedado en la playa muertos… de uno en concreto.
– Pero… ¿cómo sabía usted que ese náufrago lo llevaba? -preguntó el hermano portero.
– No sea impaciente -dijo el monje, dejemos que hable y nos lo cuente…
– El hombre que portaba este pergamino era un mercader que conocí en la travesía -dijo el vagabundo. Durante el viaje entablamos una íntima amistad y me dijo que conocía un lugar donde se escondía un gran tesoro y que estaba indicado en el mapa de este pergamino…
– ¿Tesoro…? ¿Qué tipo de tesoro? -preguntó el hermano portero…
– No lo sé -comentó el vagabundo… he mirado una y mil veces el pergamino, pero no dice dónde está… señala estos parajes… cerca de este lugar…
– Por lo que puedo ver, en el pergamino no hay ninguna señal que indique la existencia de un tesoro… o el lugar exacto donde pueda estar -comentó el monje. Sólo aparecen dibujados unos árboles… unos manantiales… una especie de grutas en la montaña y lo que bien pudiera ser nuestro Monasterio…
– Monseñor Bruno es uno de los mejores dibujantes que tenemos -comentó el hermano portero al vagabundo… Ha escrito y pintado la mayor parte de los volúmenes que tenemos en la biblioteca del Monasterio…
– Yo sólo sé lo que el mercader me enseñó, su pergamino, y gracias a Dios que fui yo quien lo pudo coger antes que algún rufián de los que vagaban por el barco en busca de víctimas a quien robar -comentó el vagabundo.
– ¡Rufián! -exclamó el hermano portero.
-Sí, eran varios los rufianes que se dedicaban a estafar y engañar a cuantos caían en sus garras -comentó el vagabundo. Durante la larga travesía despojaron de sus bienes a muchos mercaderes y gente de bien que llevaban lo poco que habían podido reunir antes de embarcar…
– Pues… usted tuvo suerte al poder coger ese pergamino y no ser visto por esos rufianes -dijo el hermano portero sonriendo… Dentro de lo malo… tuvo suerte…
– No todos naufragamos en el mismo lugar… -dijo el vagabundo.
– Como no se explique mejor… -comentó el monje…
– Una gran tempestad nos sorprendió en la noche y el fuerte oleaje rompió el mástil principal cayendo las velas al mar y dejando el barco a la deriva hasta que chocamos con unos arrecifes y partió en dos… -comentaba exaltado el vagabundo que revivía ante los monjes aquella experiencia que jamás olvidaría…
– Ahora me explico por qué tuvo la suerte de que los rufianes no le vieran coger el pergamino… -comentó el hermano portero.
-Sí, mucha suerte tuve -dijo el vagabundo… porque en el momento en que el velero partió en dos, los rufianes estaban en popa y el mercader que portaba el pergamino y yo, junto a otros pasajeros, estábamos en proa.
Fue horrible ver como la embarcación se partía en dos y la popa se hundía rápidamente entre las grandes olas de ese mar que, por el peso de la carga que llevaba, lo engullía sin dejarnos tiempo a poder socorrerles…
-¡Fuerte tragedia la que ha vivido…! -exclamó el hermano portero.
-¡Dios los tenga en su gloria! -dijo el monje a la vez que signándose alzaba su mirada al cielo.
-Esos no merecen estar en la gloria de Dios -dijo el vagabundo… Eran mala gente, rufianes… ladrones y estafadores… y bien merecen el lugar donde fueron a parar: el fondo del mar…
-¡No diga eso! -exclamó el monje. Todos son hijos de Dios y seguro que más de uno se arrepintió en el último momento antes de morir…
-Están donde deben estar –dijo el vagabundo inclinando su dedo pulgar hacia el suelo…
-Mientras se recupera y come un poco, voy a avisar al Prior de su inesperada llegada, para que sepa de su existencia y disponga lo mejor para usted, por lo menos para esta noche… -dijo el monje mientras indicaba al hermano portero que le sirviera fruta de la que tenían en el jardín.
Monseñor Bruno fue en busca de monseñor Paulo, el Prior, que se encontraba en sus aposentos, ordenando y ultimando unos manuscritos que debían salir a primera hora de la mañana, al Real Monasterio donde residía el General de la Orden.
Paulo y Bruno acudieron a la portería para que el Prior conociera al vagabundo y así poder, después de cambiar unas palabras y valorar su presencia y forma de ser, dónde lo podrían alojar por esa noche.
-Hermano Cosme, aloje al vagabundo en una de las celdas que tenemos junto a la suya -dijo el Prior indicando cuál debía ser.
-Se hará como mande su Paternidad -dijo el hermano portero.
-Somos pocos los monjes que habitamos este Monasterio y estaremos encantados de tenerle en nuestra mesa esta noche -dijo el Prior al vagabundo.
-¿Cómo debemos llamarle? -preguntó monseñor Bruno…
Mi nombre es Esteban -dijo el vagabundo…
-Esteban… acompañe al hermano portero hasta su aposento y, a la hora de la cena nos volveremos a ver -dijo el Prior…
Acompañando Esteban al hermano portero hasta su aposento, el Prior comentó con monseñor Bruno sus impresiones sobre aquel hombre de extrañas vestimentas y refinado vocabulario…
-Bien pudiera decirse que este hombre viene de un país muy rico -comentó el Prior a monseñor Bruno.
-Sí, esa es la impresión que me ha dado -dijo Bruno. Tengo el presentimiento de que no es un vulgar vagabundo, sino un hombre culto y bien pudiera decirse que en su país fuera de alta cuna…
–Dejemos que sea él quien nos diga quién es en realidad -dijo el Prior mientras se marchaba a sus aposentos. Dejemos que se abra poco a poco… sin atosigarle…
Llegada la hora de la cena, a las ocho de la tarde, el hermano portero acompañó a Esteban hasta el refectorio donde estaban los monjes ya reunidos para tomar lo poco que tenían: una sopa de ajo caliente… unos huevos cocidos… unas patatas asadas, pan y un poco de vino.
-Muy pronto cenan ustedes… -comentó Esteban al Prior.
-Nuestra regla así lo tiene dispuesto -dijo el Prior. Nuestro horario es muy distinto al que usted pueda estar acostumbrado.
-¿Sólo son doce los monjes en este Monasterio? -preguntó Esteban a la vez que contaba a los presentes con la mirada.
-Somos diecisiete monjes, tres novicios y trece hermanos conversos los que formamos la comunidad -dijo el Prior. Los que faltan están en un retiro y hasta dentro de unos días no regresarán.
-Lástima que en mi país ya no queden lugares como éste -dijo Esteban con lágrimas en los ojos…
-¿En su país había Monasterios? -preguntó el Prior algo sorprendido…
-¡Sí! -exclamó Esteban. Había algunos Monasterios y Conventos… tanto de frailes como de monjas y monjes… pero fueron arrasados por el ejército del Rey Fausto, un rey de creencias distintas a las religiones que no fueran la suya: la protestante.
-Y… ¿qué fue de los frailes y monjas que los habitaban? -preguntó monseñor Bruno con cierta intriga…
-La mayoría de ellos huyeron a otros países y los que no pudieron escapar fueron perseguidos hasta la muerte -comentó Esteban con lágrimas en los ojos. Yo fui testigo de muchas de esas muertes.
-¡Usted! -exclamó monseñor Bruno…
-Sí: yo fui testigo de aquellas matanzas que jamás podré olvidar -dijo Esteban.
-Debió ser duro contemplar como martirizaban y mataban a sangre fría a indefensos frailes y monjas -comentó monseñor Bruno. Esas duras imágenes se quedan grabadas en la mente y difícilmente se borran.
-He intentado olvidarlas, pero es imposible: siempre las revivo en mis sueños y sufro por ellos -dijo Esteban secándose el sudor de su frente.
-Aquí encontrará la paz y el sosiego que no tuvo en su país -comentó el Prior.
Terminada la cena y después de un breve coloquio se despidieron de Esteban no sin antes comentarle…
-A las doce y media sonará la campana para anunciar a los monjes nuestro rato de oración en la Iglesia. Si lo desea puede acudir y honrarnos con su presencia en el coro -dijo el Prior.
-Será un honor poder estar con ustedes en esas santas horas de recogimiento y meditación -dijo Esteban. Me vendrá bien un poco de meditación.
-Pues vaya a descansar lo que pueda, y ya irá un monje a despertarle para acompañarle al coro -dijo monseñor Bruno indicando al hermano portero que lo acompañara a su celda.
Mientras marchaba Esteban a su celda acompañado por fray Cosme, monseñor Bruno quedó pensativo… aquel pergamino… aquel pergamino que Esteban le había enseñado… algo tenía que le era familiar…
-¿En qué piensa monseñor Bruno? -preguntó el Prior…
-En el pergamino que Esteban nos ha enseñado esta tarde a su llegada -dijo monseñor Bruno. Hay algo en él que me ronda por la cabeza: me da la impresión de haberlo visto hace años y no muy lejos de aquí.
-Bueno… bueno… mañana lo veremos y estudiaremos si Esteban nos lo deja ver -dijo el Prior. Vayamos a descansar para poder entonar en el coro nuestros cánticos de alabanzas al Altísimo…
-Sí, será lo mejor -dijo Bruno. Mañana será un largo día lleno de buenas nuevas y hay que descansar. Buenas noches…
-Que descanse su paternidad -comentó el Prior. Nos vemos en el coro a la hora de maitines…
CONTINUARÁ…
Javier Martí, escritor valenciano afincado en Telde y colaborador de ONDAGUANCHE