Uno a uno fue relatando, a su manera, lo que vieron en la cueva y en el Monasterio. Iñaki lo iba anotando todo en su libreta.
– ¿Podéis ir más despacio? No me da tiempo a escribirlo todo –dijo Iñaki.
– ¡Tranquilo hombre! –dijo Pepe, que lo que hemos vivido no se nos olvida
Después de cenar se sortearon los turnos de vigilancia y descanso como ya era habitual… Mientras tanto seguían relatando las novedades cada uno como lo vivido y la tertulia se alargó algo más de lo habitual.
El silencio de la noche fue roto por el sonido de una campana que, a lo lejos, se escuchaba como tañía por seis veces.
-Las seis de la madrugada… ¡no puede ser! –dijo Pablo mirando su reloj.
– ¡Tan rápida se nos ha pasado la noche! –dijo Anselmo.
– ¡Imposible que sean las seis! –dijo Juan.
– ¡Si sólo son las tres de la madrugada! –comentó Yerai.
-Seguro que son los monjes que tocan la campana para alguno de sus rezos –dijo Pepe dirigiendo su mirada hacia el lugar donde estaba el Monasterio.
– ¡Mirad, mirad! Es impresionante lo que estoy viendo… –dijo Anselmo.
– ¿Qué pasa? –preguntó Pablo.
– ¡Mirad hacia el Monasterio! –dijo Anselmo. ¿No veis nada raro?
Todos giraron la cabeza dirigiendo sus miradas hacia la única luz que se divisaba en lo alto del Monasterio que, por alguna extraña razón, aparecía y desaparecía en segundos.
-Seguro que es alguno de los monjes que se ha levantado para ir al baño y ha encendido una luz –dijo Paco. Yo lo hago por las noches. ¿Qué tiene de raro?
-No. No es esa luz la que me llama la atención –dijo Anselmo. Es la que se ve intermitente desde lo alto del torreón hasta la ventana de abajo. ¿No la veis encenderse y apagarse?
-Sí, es cierto –dijo Paco a la vez que con sus prismáticos ponía la mirada en el torreón.
Una carcajada soltó Juan al comprobar aquella misteriosa luz intermitente que decía Anselmo.
-Anselmo, ¿recuerdas bien la colocación de las ventanas del torreón? –preguntó Juan. Estas estaban en distintas posiciones, en distintos lugares. Estaban escalonadas. Distaban unas de otras lo que son, por el interior, ocho peldaños de la escalera por la que, desde el patio central se accede a lo alto del campanario y a las tres plantas del edificio principal donde tienen sus habitaciones los novicios y los hermanos conversos, donde está la biblioteca, el comedor y dos de las siete capillas del Monasterio.
-Y el resto de los monjes ¿dónde tienen sus aposentos? –preguntó Pablo con extrañeza.
-Los monjes que son sacerdotes no comparten el mismo edificio de los hermanos y novicios –dijo Pepe. Cada uno tiene su casita, independientes unas de otras: son pequeñas y constan de dos plantas. Abajo tienen un aseo y un banco de trabajo para tareas manuales. Dos puertas en la planta baja, una para la salida a un patio privado donde cultivan plantas, algunos frutales y flores… y la otra, por donde entran y salen a las dependencias del Monasterio.
Arriba tienen una sola planta dividida en tres espacios: uno para el baño, otro para el estudio y el tercero para el descanso nocturno. Bajo la ventana de la celda tienen una mesa y un banco de madera para sentarse, una pequeña librería donde guardan sus escritos y los libros de estudio y lectura.
En una esquina de la sala tienen un camastro sujeto por dos bancos de madera, un jergón de paja, una almohada y mantas. Un reclinatorio con una cruz en la pared y un pequeño altar que preside una imagen de la Virgen, algunas fotos de familiares y candelabros con velas para alumbrarse. Un pequeño armario complementa todo el mobiliario. En el centro hay una estufa de leña que encienden algunas de las frías noches de invierno
-Qué bien te lo sabes todo –dijo Paco.
-Mientras tú estabas revisando las obras realizadas en la Iglesia con el Maestro de Novicios, yo estaba con el Prior recorriendo todo el Monasterio y viendo todo lo demás, y también me ha enseñado su celda –dijo Pepe.
-Menuda celda –exclamó Anselmo. Ya le gustaría a Esther tener esa celda solo para nosotros y no tener que compartir el apartamento con su Madre.
-Pues ya sabes –dijo Iñaki. ¡¡¡Os metéis a monjes los dos y tendréis cada uno una celda como la que nos ha dicho Pepe, así no tendréis problemas de espacio y convivencia con su Madre… ja ja ja!!!
– ¡Muy graciosillo el niño! –dijo Anselmo.
– ¡Mirad!, las luces se mueven y… ¿veis lo que yo veo? –dijo Yerai.
-Sí, claro que lo vemos. Todos estamos viendo lo mismo que tú –dijo Pablo.
-Por el número de luces que veo y estoy contando, si no me equivoco, son cuarenta y cinco los monjes que van en procesión –dijo Yerai.
– ¿Dónde irán a estas horas de la noche? –preguntó Paco algo extrañado. Con lo bien que se está en la cama… salir del Monasterio en la noche… como que a mí no me va nada.
-Seguramente irán a la cueva a rezar –comentó Juan. Las reglas de la orden les obligan a realizar ciertos sacrificios tanto corporales como espirituales y el rezo nocturno es uno de ellos. Deben interrumpir el descanso nocturno para ir a rezar al Coro y entonar sus cánticos gregorianos…
-Lo que no entiendo es por qué no lo hacen en el coro de la Iglesia –dijo Paco, con lo grande y espacioso que es…
-Mañana se lo preguntaré el Prior –dijo Juan.
-Es extraño que tengan que salir del Monasterio e ir a rezar la cueva –dijo Pablo.
Aprovechando la circunstancia del movimiento de los monjes y el comienzo de los cánticos gregorianos que escuchaban a lo lejos y dado que la noche avanzaba para todos por igual, dispusieron sus sacos para dormir.
Todos se quedaron profundamente dormidos, hasta los centinelas… escuchando aquellos cánticos… y los ronquidos de sus compañeros…
Con los primeros rojizos reflejos del sol que anunciaban el nuevo día y el sonido de aquella campana del Monasterio que repicaba desde lo alto del torreón, poco a poco fueron despertando…
– ¡Vaya!… Mira tú por donde… los centinelas están dormidos… –dijo Paco con voz ronca.
– ¡Dormidos!… Y bien dormidos que están… –exclamó Juan. ¿Cómo no lo van a estar si el segundo turno de guardia te tocaba a ti…? mirando fijamente a Paco.
– ¡Bueno, bueno… un fallo lo tiene cualquiera! –exclamó Paco. No volverá a pasar…
-Eso espero –replicó Anselmo. Al no venir Paco a reemplazarme me he quedado toda la noche vigilando y al final me ha vencido el sueño.
– ¿Toda la noche? –dijeron los demás. Ya será menos, que tus ronquidos se escuchaban en todo el campamento… Fuiste uno de los primeros en dormirte…
-Sería tu mochila la que bien vigilarías, que la tenías sujeta con tus brazos como si de una mujer se tratase –dijo Pablo riéndose
A escasos metros de donde estaba el campamento se encontraba sentado, junto a una carretilla, un monje que los observaba en silencio.
– ¿Qué hace aquel monje sentado allí? –preguntó Yerai a sus compañeros.
-No tengo ni idea –dijo Anselmo. Pero eso lo averiguo yo en menos que canta un gallo.
-Anoche no estaba –dijo Paco. El hermano portero que nos acompañó un trecho del sendero regresó al Monasterio y el resto del recorrido no vimos a ningún monje por los alrededores.
-Vamos a preguntarle a él –dijo Iñaki. Así saldremos todos de dudas.
Conforme se iban acercando al monje, éste se levantó de un salto y cogiendo la carretilla comenzó a caminar hacia ellos.
-Buenos días hermanos –dijo el monje con una sonrisa en la cara.
-Buenos días tenga usted, hermano –dijo Pablo.
– ¿Qué le trae por aquí? –preguntó Paco.
-Vengo de parte del Padre Prior a traerles algo para comer en esta mañana que Dios Nuestro Señor nos ha regalado a todos. –dijo el monje.
-No tenían por qué haberse molestado –dijo Paco, a la vez que Anselmo con su cámara inmortalizaba el momento.
-Permítame que le eche una mano llevando yo la carretilla –dijo Paco. Es mi oficio diario, como veo que también es el suyo.
-Mi oficio diario es rezar al Altísimo y ofrecerle mi sacrificio personal por el bien de las almas del mundo –comentó el monje alzando sus ojos al cielo y signándose.
-Por su acento puedo adivinar que usted no es de estas tierras –dijo Iñaki. Me atrevería a decir que es de Sudamérica…
-Buen observador es usted –dijo el monje. Sí: soy del otro lado del océano. Nací en San Jacinto, cerca de la ciudad de Chiquimula, en Guatemala. Desde muy pequeño ya sabía que el Altísimo me tenía reservada esta vida que yo acepté de buen grado cuando un día escuché su voz que me llamaba… Dejé todo, y con la bendición de mi mamasita marché a la capital para ingresar en el Seminario Diocesano y estudiar lo necesario para santificarme y hacerme un buen monje… Y aquí estoy, platicando con ustedes.
– ¿Y no siente nostalgia de su tierra, de su gente, en un lugar tan lejano? –preguntó Pablo al ver tan feliz al monje.
– Miren pues… en mi tierra ya no tengo a nadie. Mi mamasita murió hace ya diez años. Mi papasito murió siendo yo muy chiquito… y de mis hermanos no sé nada –comentó el monje.
– ¿Puedo saber su edad? –preguntó Iñaki.
-Tengo noventa y tres años, los que el Altísimo me ha permitido vivir hasta ahora –dijo el monje signándose a la vez que alzaba su mirada al cielo.
-Toda una vida entre los muros del Monasterio –dijo Yerai.
-Así es –dijo el monje, así es… Pero estoy feliz porque es mi vocación y así lo ha dispuesto el Altísimo para mí. Sólo él sabe por qué es.
– ¿A usted no le molestará que le haga fotos…? –dijo Anselmo al monje al ver lo feliz que estaba en ese momento ante ellos.
-Para nada –dijo el monje. Haga usted todas las que quiera, no es molestia alguna.
-Es curiosa su apariencia y la de los demás monjes –dijo Yerai. Todos con la cabeza rapada y la barba bien larga.
-Por el color de la barba sabemos los años que llevamos en esta apartada vida contemplativa que hemos elegido voluntariamente y que el Altísimo nos tenía reservada desde siempre, incluso antes de nacer, me atrevería a decir –comentó el monje.
-O sea, que cuanto más larga y blanca es la barba… más años llevan en esta vida –dijo Pepe con cara de intriga.
-Más o menos es así… –dijo el monje.
– ¿Cuántos lleva usted de monje? –preguntó Iñaki con cara de intriga esperando la respuesta del monje que lo miraba sonriente.
-Con quince años marché al Seminario Diocesano. Allí estuve hasta los veintidós que me ordené sacerdote y estuve colaborando con el Padre Josué, el Párroco de una Iglesia de un barrio de Chiquimula. A los veinticinco, ingresé en un monasterio de vida contemplativa cercano a Guatemala. A los cuarenta y cinco años me trasladaron a Francia, a la casa Madre donde reside el Padre General de nuestra Orden Monástica y me preparé para ser Maestro del Novicios. Con cincuenta y dos años me vine a este Monasterio para ocuparme de los novicios que, por aquel entonces, eran más de setenta. Durante veinte años desempeñé mi misión en formar a los nuevos monjes. Ahora y debido a mi avanzada edad, llevo una vida algo más tranquila: oración… trabajo manual… ayudar en la cocina y en la enfermería… y dedicarme a mi gran pasión de siempre, la lectura. El Padre Prior dispuso que fuera el encargado de la biblioteca del Monasterio.
-Tiene que ser muy estresante hacer todo eso que dice y llevar la biblioteca –dijo Pepe.
-Al contrario… –dijo el monje. Ser bibliotecario y disponer de una extensa biblioteca de más de cien mil volúmenes, entre libros antiguos, pergaminos y revistas religiosas me sirve para distracción de los trabajos cotidianos del Monasterio. Cuando venga les enseñaré mi lugar de trabajo y comprenderán por qué soy feliz.
-Por supuesto que la veremos –dijo Iñaki. No me la perdería por nada del mundo. Debe ser una…
CONTINUARÁ…
Javier Martí, escritor valenciano afincado en Telde y colaborador de ONDAGUANCHE
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