– Padre Prior, las cuentas no me salen –dijo fray Irving.
– Siempre estamos con lo mismo –comentó Monseñor Abiel. De qué se trata esta vez…
– He revisado las cuentas tres veces y me falta mercancía que debería haber llegado y no aparece –dijo fray Irving golpeando el lapicero sobre la mesa.
– Tranquilícese y repasemos juntos esas cuentas –comentó el Prior a fray Irving que cada vez estaba más nervioso. Seguro que entre los dos resolveremos el problema.
– No hay ningún problema, lo que no tenemos es la mercancía que Gelasio debía traernos puntualmente –dijo fray Irving. Este mendrugo cada día está más torpe… No se entera de nada…
– Seguramente lo traerá en su próximo viaje… –comentó fray Beltrán. El carro es pequeño para toda la mercancía que trae diariamente.
– Eso será… –dijo el Prior. Confiemos en que no tarde en traerlo. El día está a punto de terminar y debemos tenerlo todo en el convento antes de la noche.
– Mucho confía vuestra paternidad en que eso sea así –comentó fray Irving. Yo no lo tengo tan claro…
(Se escuchaba el relinchar de unos caballos aproximarse velozmente al Convento atravesando el bosque que separaba el Convento del pueblo…)
-Vayan a ver si es Gelasio que nos trae lo que falta y ayúdenle a descargar el carro –comentó el Prior. Seguro que necesitará ayuda.
Para sorpresa de los frailes el carruaje llegó solo… Gelasio no estaba al mando de las riendas…
– Qué raro que Gelasio no esté en el carruaje –comentó fray Eulipo.
– Seguro que se ha caído y vendrá andando –dijo fray Martín. No es la primera vez que le ocurre…
Por los campos se divisaba la silueta de un jinete que cabalgaba con rapidez bordeando el camino del bosque…
– ¿No es ese el Alguacil? –preguntó fray Beltrán, señalando al jinete que llegaba a la puerta del Convento…
– Sí lo es… –dijo Eulipo. Es Cólton y por lo que veo viene muy acalorado…
– ¡No toquen el carro…! ¡No abran el portón! –gritaba Cólton. No hasta que yo llegue…
– ¿Qué habrá pasado? –se preguntaban todos…
– Será mejor que nos lo cuente Cólton –dijo fray Martín. Por algo lo dirá…
– Tengo un mal presentimiento –comentó fray Irving. El corazón me dice que algo malo le ha pasado a Gelasio y…
– No piense eso fray Irving –dijo fray Beltrán. Seguro que será otro el motivo por el cuál Cólton no quiere que abramos el carruaje…
Llegando a la puerta del Convento, Cólton saltó bruscamente del caballo y corrió hasta el carruaje deteniéndose ante el portón…
Sus ojos estaban sobresaltados y su respiración era muy agitada, casi ni podía respirar…
– Denle un poco de agua para que se refresque –dijo el Prior, que llegaba en ese momento al carruaje, alarmado por los gritos de Cólton…
– Será mejor que nadie se acerque hasta que yo lo diga –exclamó Cólton alargando la mano en señal de prohibir a los frailes que vieran el interior del carruaje…
– No nos asuste más de lo que ya estamos –dijo Abiel. Abra de una vez el portón y veamos lo que hay en su interior…
– Lo que me temía… ¡no está…! –exclamó Cólton…
– ¿Quién no está? –preguntaron los frailes…
– Quién va a ser… –dijo Cólton. Gelasio no está en el carruaje ni tampoco la mercancía que Macario, el tendero, ha puesto en el carruaje hace unas horas en el pueblo.
– ¡Vaya por Dios! –exclamaron los frailes…
– ¿Qué le habrá pasado al pobre Gelasio? –preguntó fray Martín llevándose las manos a la cabeza…
– Me temo que lo han asaltado a mitad camino –dijo Cólton. He visto la mercancía tirada en el camino, a unas pocas millas de aquí, junto a la Fuente del Olmo y Gelasio no estaba…
– ¡Malditos bandidos! –exclamó fray Eulipo signándose y mirando al cielo. Dios me perdone por lo que he dicho, pero es lo que siento.
– Ve su paternidad como yo tenía razón –dijo fray Irving. Algo me decía el corazón que a Gelasio le había pasado y… ¡ya ve! Tenía razón.
– Será mejor que regrese al pueblo y mande un telegrama al Jefe de Policía del Condado comunicándole lo sucedido para que mande una cuadrilla en busca de Gelasio –comentó Cólton al Prior.
– Es lo más conveniente en estos momentos –dijo el Prior. Nosotros saldremos a buscarlo por si estuviera cerca del Convento.
– Si lo ven… avísenme –exclamó Cólton.
– Vaya tranquilo que así lo haremos –dijo fray Irving al alguacil.
Mientras Cólton regresaba galopando al pueblo, los frailes salían en busca de Gelasio por los dos caminos que del Convento llegaban al pueblo y a la Ermita de San Indalecio, el Santo Patrono del Pueblo.
Miraban detenidamente entre la maleza que se alzaba a lo largo del camino, en las huertas cercanas, en las casas de labranza y en los estanques. Todo era revisado palmo a palmo sin encontrar al pobre Gelasio.
La tarde caía y la búsqueda se hacía imposible por la falta de luz. Los candiles no alumbraban lo suficiente como para poder distinguir a nadie que se encontrasen en su camino.
Al cabo de dos horas de infructuosa búsqueda los frailes regresaron al Convento cabizbajos y resentidos al no encontrar a Gelasio en su recorrido.
Como era de precepto, el Prior convocó a los frailes a una vigila para rezar por Gelasio, para que apareciera sano y salvo cuanto antes.
Cada hora, uno de los frailes montaba guardia en la puerta del Convento por si aparecía Gelasio por él mismo, pero pasadas las horas y ya casi amaneciendo Gelasio no aparecía, ni tampoco el alguacil. Todos temían lo peor…
A eso de las diez de la mañana, mientras fray Rafael, el hermano portero barría y ordenaba la capilla del Convento escuchó unos gemidos que venían del otro lado del muro…
Alarmado por los gemidos y temiendo que fuera algún animal mal herido, llamó a fray Abnert, el hermano encargado de los corrales para que le acompañara por si necesitara de su ayuda.
Cuál fue la sorpresa de los frailes al ver que aquellos gemidos no eran de ningún animal mal herido, sino del pobre Gelasio que había llegado arrastrándose por el suelo en la fría noche.
Varios repiques de campana daban el aviso para que toda la Comunidad acudiera a la portería de inmediato. Algo grave sucedía que requería la presencia de todos los frailes…
Gelasio estaba mal herido: Golpes en la cara, en la espalda y una pierna rota era su lamentable estado…
– ¡Por Dios! –exclamó fray Rafael… ¡Qué le han hecho para dejarlo en ese estado!
– Ya ve fray Rafael… No han tenido piedad alguna… –dijo Gelasio agarrándose con fuerza a los brazos del fraile. ¡Casi me matan los muy salvajes!
– No entiendo por qué le han atracado –comentó fray Abnert. Si usted no suele llevar grandes cantidades de dinero en sus alforjas.
– Eso dígaselo a los atracadores –respondió Gelasio. Me atacaron sin piedad destrozando todas las cajas en busca de dinero…
– ¿Cuántos eran? –preguntó fray Eulipo con cierta intriga.
– ¡Qué importa eso ahora! –exclamó Irving. Lo que importa es curarle las heridas y atabillarle esa pierna para que se cure y no quede cojo.
– Lo mejor será llevarlo a la enfermería –dijo el Prior. Allí descansará bajo los cuidados de fray Martín hasta que pueda regresar a su casa.
Mientras Gelasio era llevado a la enfermería del Convento, fray Abnert iba al pueblo a comunicar al Alguacil el hallazgo del cochero.
De camino se topó con unos bandidos que, al verlo, intentaron asaltarlo sin conseguirlo. Fray Abnert sacó de su alforja un pequeño espejo y aprovechando los rayos del potente sol del mediodía los deslumbró dejándolos sin vista por unos instantes, los suficientes para que el fraile corriera hasta llegar al pueblo y avisara a Cólton de lo ocurrido.
Una cuadrilla de jinetes provistos de cuerdas y un carro salieron en busca de los bandidos. Los apresaron y metidos en el carro los llevaron al pueblo. Quedaron encerrados en los calabozos hasta que fueron juzgados.
Cólton fue al Convento para tomar declaración a Gelasio no sin antes ayudar a fray Abnert a recoger las cajas que los bandidos habían desperdigado por el camino.
Pasadas unas semanas y ya recuperado Gelasio de sus dolencias, volvió a su trabajo llevando, como ayudante, al joven Fermín, hijo de Macario el Tendero que, por orden de Cólton lo había nombrado su ayudante.
Gelasio llevaba un nuevo carro, o eso pensaron los frailes al verlo llegar al Convento. Estaba reforzado por todos los lados con láminas de hierro y sobre el techo sobresalía una pequeña cabina donde un tirador podía protegerse para no ser visto por los bandidos y cuatreros que osaran asaltarla. Su color era marrón oscuro, y sus ruedas portaban pinchos para que los caballos no se acercaran.
– Veo que su nuevo carro está muy bien protegido –dijo fray Irving a Gelasio, a su llegada al Convento…
– ¡Nuevo carro! –exclamó Gelasio. Si es el mismo, pero con algunos retoques y nueva pintura… ¡Nuevo carro! ¡Qué más quisiera yo!
– Pues ha quedado muy bien arreglado –dijo el Prior. Esos pinchos en las ruedas son de gran acierto, evitará que nadie se le acerque…
– Y el color… muy acertado –comentó fray Irving.
– En eso sí que le doy la razón –dijo Gelasio. El cambio ha sido tan fuerte que yo mismo no lo reconocí.
– Pintado de amarillo llamaba mucho la atención –comentó fray Abnert. Se divisaba a varias millas de distancia, ahora está mejor.
– Si hubiera estado pintado de otro color y no de amarillo… –dijo Gelasio riendo… los malhechores no hubieran pensado que portaba dinerillo…
FIN.
Javier Martí, escritor valenciano afincado en Telde y colaborador de ONDAGUANCHE