Todos los años, llegado el mes de marzo, de lo más profundo de la galaxia llegaban hasta el valle del Xerit una de las naves extraterrestres más poderosas con la misión de inspeccionar y averiguar por qué ese lugar se recubría de una delicada y rosada nevada que emergía de la misma tierra y sólo duraba unas semanas.
Kapracchio, el Emperador de la decimocuarta galaxia, el invencible, hijo de Ostilkaxo, creador de la Galaxia Balaenoptteridaes, envió a su comandante Caopratsikol a explorar ese hermoso lugar que aparecía en sus sueños y que tanto le llamaba la atención.
Para no ser visto por los extraños habitantes del lugar, los observaba desde las alturas, a unos cientos de metros fuera del alcance de los aviones de reconocimiento que pudieran avistarlos.
Para Kapracchio aquel lugar escondía un misterio que no estaba escrito en ninguna de las galaxias que había conocido, era algo inimaginable que nadie entendía y que sólo un Dios galáctico pudiera saber su origen.
Bien entrada la noche, mandó una nave tripulada por tres de sus mejores servidores a explorar tan cerca como fuera posible aquella rosada nevada que tanto le llamaba la atención.
Canlixto, un experimentado oficial de primera clase, sería el encargado de pilotar la nave hasta un lugar seguro desde donde poder contemplar el lugar, el punto exacto trazado por las coordenadas que quedaría visible sólo para la nave nodriza. Le acompañarían en la expedición Canleiko, un experto biólogo que sería el encargado de inspeccionar el terreno y elegir las muestras necesarias para llevarlas al laboratorio y estudiarlas. Cantuliko era el especialista en recogida de muestras, es decir, el obrero.
En cuanto todo estuvo dispuesto, la nave descendió silenciosamente hasta el lugar indicado, posándose sobre una claro de una loma conocida con el nombre de Garganta de la Razuelas.
Para no ser vistos ocultaron la nave con una cortina que los hacía invisibles a los ojos humanos.
Era el lugar perfecto, entre aquellos árboles frutales y sin ser detectados, podrían hacer su labor tan rápidamente como les fuera posible pero no contaban con el agudo olfato de “Ambrossio” el perro cazador del tío Usebio que ya los había olido desde que llegaron.
Canlixto quedó en la nave, con los motores encendidos, esperando el pronto regreso de Canleiko y Cantuliko con las muestras de aquella misteriosa rosada nevada que debían recoger.
Tío Usebio, alertado por los ahogados ladridos de Ambrossio, tomó su escopeta de dos cañones y dejando al sabueso que le guiara fue en busca de los intrusos que el fiel amigo olfateaba insistentemente.
Pocos metros les separaban de los extraños visitantes, pero tío Usebio no veía nada, nada que pudiera ponerle en guardia de un posible ataque de intrusos que fueran a robar las hermosas flores de la cereza, esas codiciadas por los visitantes que llegaban al lugar para verlas, olerlas y arrancarlas de los árboles.
Ambrossio estaba inmóvil, en posición de alerta o de ataque… con el rabo erizado y con sus ojos clavados en aquellos seres que, de momento, sólo él podía ver.
Canleiko y Cantuliko, ajenos a lo que se les venía encima, a lo inminente, seguían recolectando aquellas florecillas y algunas ramitas del árbol para su laboratorio.
Mientras tanto, Canlixto, el piloto, hacía la ronda de vigilancia y comprobaba en los monitores y en las cámaras de seguridad el estado general de la nave: las baterías, los útiles de laboratorio, los depósitos de combustible, etc.
Una ráfaga de aire entró por una de las escotillas provocando que unas hojas secas penetraran en la nave y fueran a posarse en el teclado y la pantalla de uno de los ordenadores intergalácticos provocando que el sensor que mantenía oculta la cortina que envolvía la nave se desactivara y quedaran desprotegidos y visibles a los ojos humanos.
No tardaron en ser descubiertos por Ambrossio y tío Usebio los dos invasores que, ajenos a lo sucedido en la nave, seguían en su recolecta sin saber que estaban desprotegidos y a merced de lo que les pudiera pasar.
El sabueso lanzo dos potentes ladridos que alertaron a otros guardianes que estaban por la zona de la presencia de una extraña nave extraterrestre que relucía en la estrellada noche de luna llena y de dos visitantes…
Canlixto recibió por telepatía un mensaje de Canleiko que le avisaba de lo sucedido… Pronto vió que su nave estaba desprotegida y que tardaría un tiempo en restablecer los sistemas para que todo volviera al estado de antes, pero ya era tarde, Ambrossio había acorralado a los intrusos contra una pared de uno de los bancales y no les quitaba ojo.
Aquellos resplandecientes trajes espaciales eran visibles a cientos de metros, estaban acorralados, no tenían escapatoria sin ser tiroteados o mordidos por el sabueso.
Ezequiel, uno de los guardas que vigilaba la zona, se acercó hasta los intrusos galácticos y con aquella ronca voz que tenía les preguntó:
– ¿Qué hacéis en estos campos de cerezos a estas horas de la noche?
Canleiko y Cantuliko no entendían lo que escuchaban y mandando un mensaje a la nave esperaron que Canlixto pudiera descifrar aquel lenguaje.
Pronto llegó la respuesta y la solución al problema: Canlixto lanzó unos sonidos acústicos que provocó un estupor a los presentes que huyeron del lugar dando tiempo a que Canleiko y Cantuliko pudieran regresar a la nave rápidamente.
Canlixto hizo que la nave levitara a unos pocos metros del suelo dejándose ver por todos los allí presentes y por otros vecinos del lugar que, alertados por aquellos inesperados sonidos, se habían despertado asustados.
Un brillante anillo de finas partículas metálicas envolvió la nave protegiéndola de todo y de todos.
Ezequiel no dudó ni un instante en llamar a las Autoridades competentes y alertarles de lo que estaba sucediendo en la Garganta de la Razuelas.
Las campanas de la Iglesia del pueblo volteaban sin cesar alertando a los vecinos de lo que estaba pasando no muy lejos del lugar.
Las sirenas de los vehículos oficiales se dejaron oír en todo el valle hasta que llegaron a la Garganta de la Razuelas donde pudieron ver atónitos aquella nave que levitaba a escasos metros del suelo.
Don Segismundo, el Alcalde junto a unos vecinos que acudieron a la llamada de las campanas del pueblo se acercaron para contemplar aquella maravilla llegada de otros mundos y que estaba frente a ellos, a escasos metros del suelo, levitando…
Un gesto de bienvenida fue el que Don Segismundo hizo para que los tripulantes de la nave descendieran sin temor de ser atacados por los presentes: Ordenó a todos los guardianes que sujetaran a sus perros y bajasen sus armas.
La nave se posó cerca de la ermita de San Jorge, en un camino, para ser contemplada por todos los que allí estaban.
El fino rugir de los motores de la nave se dejó de escuchar… La nave estaba asentada en el lugar pero permanecía con la escotilla cerrada…
Varios vecinos del lugar acercaron unas cajas de madera con flores de los cerezos en señal de amistad a los visitantes.
Una potente luz apareció ante ellos. Se había abierto la escotilla principal de la nave y de ella descendían lentamente Cantuliko y Canleiko portando en sus manos unas piedras hexagonales muy brillantes.
Aquellos seres de otros mundos eran parecidos a los humanos: una cabeza alargada y con una melena rubia que les llegaba hasta la cintura, los ojos eran azules, sin nariz, boca pequeña, su cuerpo medía más de dos metros y medio, sus manos eran grandes y sólo tenían cuatro dedos, sus pies estaban cubiertos con el mismo tejido que su cuerpo. No portaban armas ni extraños objetos en su cinto. En su pecho se podía ver una intermitente luz morada que bien pudiera ser su corazón latiendo pausadamente.
No mediaron palabra alguna, solo observaban a cuantos allí estaban congregados con una mirada de paz y felicidad. Nada hacía temer que pudiera producirse un ataque por ambos bandos.
Don Segismundo hizo un gesto para que Cantuliko y Canleiko recogieran aquellas cajas y las llevaran a su nave.
Del mismo modo, Cantuliko y Canleiko entregaron las brillantes piedras hexagonales, esos cristales relucientes y bien pulidos que no eran otras que cuatro hermosos diamantes de incalculable valor.
Varios minutos quedaron inmoviles mirándose fijamente Canleiko y Don Segismundo. No hablaban pero telepáticamente se decían muchas cosas que ambos desconocían unos de otros.
Un cambio repentino de color en el pecho de Canleiko anunciaba que su estancia llegaba a su fin y que debía regresar a la nave para emprender el vuelo de regreso a su mundo.
La nave comenzó a girar lentamente sobre su eje, se movía balanceándose ante los ojos de los allí presentes desprendiendo hace de luces como los colores del arco iris.
Lentamente y sin quitar la vista a los allí congregados, Cantuliko y Canleiko subieron a la nave portando aquellas cajas que contenían ramitas de su preciada rosada nieve que tanto ansiaba tener Kapracchio.
Un leve movimiento de la nave fue la señal para que ésta ascendiera rápidamente a unos cientos de metros de la Garganta de la Razuelas y dejando una espectacular estela de colores desapareciera en el cielo estrellado de aquel hermoso valle bañado por las cristalinas aguas del Xerit.
Don Segismundo llevó aquellas pesadas piedras preciosas a un prestigioso joyero para que las valorase y, con el dinero obtenido, que fue más de lo imaginado, pudieron acrecentar los huertos convirtiéndolos en grandes bosques de ricos árboles frutales, siendo los cerezos del valle del Xerit los más conocidos en el mundo y más allá, en los confines de las galaxias.
FIN.